Segundo acto de conciliación con la religión: la dimensión interpretativa de la religión (la atea inclusive)

AutorAlfonso García Figueroa
Páginas233-286
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VIII.
Segundo acto de conciliación
con la religión: La dimensión
interpretativa de la religión
(la atea inclusive)
(…) Una vez que esta esencia [de la religión] vista objetivamente
es objeto de reflexión, de teología, se convierte en una mina in-
agotable de mentiras, de errores, de ilusiones, de contradicciones
y de sofismas.
LudwiG FeuerbaCh
¿Vamos a renunciar a la celebración de Navidad, a la ilusión de
los niños, a las calles llenas de bombillitas de colores, al espu-
millón, a las compras de todo lo que traerán los Reyes Magos, a
los mariscos de cocedero, al besugo, al jamón, a los mantecados
que se pegan al paladar, a las comidas de empresa con piropos
subidos de tono a Puri, la secretaria, que está cada día más aja-
monada y más buena, a los villancicos, a las zambombas, a las
carracas, al anís, a los belenes, a la misa del gallo, a los planes
de adelgazamiento posnavideños?
Juan eSLava GaLán
1. ¿ES LA RELIGIÓN UN ENGAÑO? EL CASO REYES MAGOS
A
pesar de que siempre recuerdo con alegría las templadas
Navidades australes que me tocó pasar de niño en Lima
durante los primeros años setenta304, nunca podré olvidar la
304 La fiesta de Navidad se corresponde en el calendario con la vieja fiesta
romana del Sol invictus, del sol que se sobrepone al momento crítico del
solsticio de invierno. En última instancia la fiesta conjura así el temor
de que los fríos y las largas noches invernales no tengan fin. Como bien
indica Odon Vallet, en el hemisferio sur se da la paradoja climática de
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Alfonso García Figueroa
inmensa amargura que experimenté en una de esas fiestas cuan-
do recibí de mi padre una noticia que habría de sumirme en el
desconcierto y la desesperanza: Los Reyes Magos no existían
en realidad. ¡Todo había sido un burdo montaje orquestado
por los adultos!
Al parecer, durante los días previos yo me había estado
recreando en imaginar cómo y cuándo podría tener lugar la
acostumbrada visita de sus Majestades de Oriente y todo parece
indicar que la racionalidad de Papá no pudo soportar más mis
continuas ensoñaciones en voz alta. Con su laconismo habitual,
mi padre me dijo algo así como: “Mira, hijo, los Reyes Magos
son una invención de la gente. El que te compra los juguetes
soy yo”. No me acuerdo de todos los detalles (debía de tener
cuatro o cinco años), pero, según me contaron, estuve lloran-
do desconsoladamente durante las horas que siguieron a esta
revelación.
En principio, la sinceridad de mi padre puede parecer de
una crueldad innecesaria, pero también hay que reconocer que
no le faltaban razones para actuar así. De hecho sus argumentos
gozaban del respaldo de precedentes tan venerables como los
que hallamos en las obras de Kant, Mill, Condorcet y quizá
Freud. Su primer argumento fundamental (de corte deontológi-
co) planteaba el problema como una cuestión de principio: No
se debe mentir. El segundo (de naturaleza consecuencialista)
venía a decir que cuando los padres ocultan la verdad a sus hijos,
están sepultando para siempre la exigua credibilidad que pre-
tendan retener para el futuro: “Con este tipo de cosas, los hijos
se acostumbran a no creer nunca a sus padres” —sentenciaba
Papá frente a los reparos de mi madre. Con sus argumentos,
mi padre se estaba acogiendo hábilmente a las dos grandes
manifestaciones de la ética normativa tradicional con el fin de
dar plena cobertura a su decisión: deontologismo y utilitarismo.
que la Navidad se celebra al tiempo del solsticio de verano, por lo que
equivaldría más bien a nuestro día de San Juan (O. vallet, Petit lexique
des idées faussees sur les religions, Albin Michel, Paris, 2002, pp. 141 ss.).
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Segundo acto de conciliación con la religión
Es decir, él no podía ocultarme la verdad por una cuestión de
principio y por una cuestión de utilidad.
El primer argumento para hacerme saber la verdad sobre
los Reyes Magos, un argumento basado en principios, tiene,
como digo, un célebre precedente en Kant y específicamente
en una obra: Sobre un presunto derecho a mentir por filantropía305.
En ese breve trabajo, tan conocido por lo demás, Kant sostie-
ne la tesis, ciertamente extrema, de que no debemos mentir
jamás, en ningún caso. Confío en que, si se la cuento, el lector
coincidirá conmigo en que la historia de este opúsculo bien
merece unas líneas.
Benjamin Constant había atacado esta tesis en uno de sus
trabajos, el titulado “De las reacciones políticas”, atribuyendo
específicamente a Kant la autoría de la tesis de que no se debe
mentir bajo ninguna circunstancia. Lo más curioso es que
Kant no estaba del todo seguro de haber sostenido esa idea,
pero decidió hacerla suya, quizá de manera sobrevenida, para
defenderla con coraje en su escrito contra “un presunto derecho
a mentir”, en el que anotaba cauto: “Reconozco que tal cosa ha
sido dicha por mí en algún lugar, del que ahora, sin embargo,
no puedo acordarme”306.
La tesis central de ese pequeño ensayo consiste en que
los deberes morales presentan un marcado carácter incondi-
cionado que lleva a excluir de nuestra deliberación moral las
posibles consecuencias adversas de nuestras decisiones. Se trata
de una manifestación más de la kantiana predilección por el
categórico lema de la gente con principios: Fiat justitia, pereat
mundus. El argumento de Kant sostenía que cuando cumplo
con mi deber, entonces las consecuencias de mis actos no son
de mi responsabilidad; pero cuando lo incumplo, entonces las
consecuencias negativas derivadas de esta infracción me deben
ser imputadas a mí, que me convierto en responsable de aquellos
305 I. Kant, “Sobre un presunto derecho a mentir por filantropía”, en En
defensa de la Ilustración, trad. J. Alcoriza y A. Lastra Alba, Barcelona,
1999, pp. 393-399.
306 Ibid., p. 393, nota 134.

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