Sociedad de la información y Derecho

AutorLeysser L. León
Páginas19-116

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1. El advenimiento de la sociedad de la información

Hoy en día, hay quienes piensan y claman, a grandes voces, que nos encontramos inmersos en la sociedad de la información y quienes piensan que ésta es algo por llegar, o incluso una meta u objetivo a alcanzar1.

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Ejemplos de la primera posición se encuentran en libros que comienzan con fallidos y apriorísticos intentos definitorios de la sociedad de la información, como éste: «nuevo modelo de organización industrial, cultural y social, caracterizado por el acercamiento de las personas a la información a través de las nuevas tecnologías de la información»2; o con puras manifestaciones de asombro, del todo entendibles, pero acaso exageradas, como las que siguen: «el hombre de hoy, sea o no consciente de ello, se encuentra sumido en una de las mayores revoluciones que ha vivido como ser histórico, mayor incluso que las que representaron la invención de la imprenta y la revolución industrial. Una revolución que, en puridad, supone la superación […] de ambas revoluciones»3.

Una línea de pensamiento similar se echa de ver en el Libro verde «sobre la información del sector público en la sociedad de la información», elaborado por la Comisión Europea en 1998, donde se consigna que «la nueva sociedad de la información, ampliamente impulsada por una utilización siempre creciente y penetrante de las tecnologías de la información y las comunicaciones, afecta cada vez más al sector público. Las administraciones siguen el ejemplo del sector privado y aprovechan el enorme potencial de estas tecnologías para aumentar su eficacia. Esta actividad se denomina a menudo «gobierno electrónico»»4.

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Ejemplo de la segunda posición, en cambio, es un reciente documento publicado por la Comisión Económica para América Latina y el Caribe de Naciones Unidas (CEPAL)5, que presenta la sociedad de la información, discutiblemente y con tono promocional, como un grado de desarrollo utópico, como un programa o proyecto beneficioso para todos y anhelado por todos.

El anacrónico contexto en que se inscriben documentos como el que se acaba de citar puede ser descrito con las apreciaciones de un agudo autor que estimaba, más de veinte años atrás, que «una dilatada fase, caracterizada por la preeminencia de utopías negativas va siendo sustituida (o se hace el intento de sustituirla) por una en la que el acento cultural debería recaer, más bien, en consideraciones optimistas. Se trata, sin embargo, de un optimismo que no nace, como en el pasado, de una visión totalmente racionalizadora y tecnocrática, que a la larga se resolvía, exclusivamente, en la perspectiva de una sociedad más eficiente y ordenada. Ahora el optimismo se refiere al individuo, a la expansión de sus capacidades y posibilidades, las cuales resultarían ampliadas, justamente, por los medios puestos a su disposición por las nuevas tecnologías. […]. La gran masa de las innovaciones tecnológicas estaría en condición de incidir directamente en el funcionamiento del sistema político, y de dar vida a una «democracia electrónica», apta para disipar las pesadillas del «Gran Hermano»»6

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La CEPAL declara adoptar una premisa que no se debe considerar inexacta en términos generales. En ella se expresa, irrebatiblemente, que «ni la mera producción de tecnología (ya sea hardware o software) ni la existencia de una infraestructura tecnológica conducen automáticamente a la creación de una sociedad de la información»7. Sólo que tal convencimiento es instrumentalizado con fines políticos y de auspicio de la globalización, a tal punto que se termina hablando de «facilidades», de «obstáculos» y hasta de «amenazas» a la «transición a la sociedad de la información y a la era digital», del «esfuerzo que supone construir una sociedad de la información», al tiempo que se anuncia, con un énfasis que recuerda al de los profetas de la antigüedad, que «los países de la región que logren ser miembros plenos de la sociedad de la información tendrán ante sí oportunidades reales y promisorias. Quizá no haya habido antes en su historia una ocasión tan tangible como la actual, dada la magnitud del cambio paradigmático que se enfrenta,Page 23 el abanico de oportunidades, y el grado de conciencia que los países tienen de que podrían aprovechar esta ocasión para cosechar los frutos del cambio»8.

Estos fragmentos bastan y sobran para dar la razón a quien advierte que «rodeadas de charlatanería promocional, proclamas oficiales, manifiestos en la onda y estudios científicos o semicientíficos, estas nociones [sociedad de la información o era de la información] están acompañadas de toda una heteróclita logística de discursos apologéticos que pretende conferirles carácter de evidencia. Se nos anuncia una nueva sociedad necesariamente «más solidaria, más abierta y más democrática». El referente del devenir tecnoinformacional se ha instalado así al margen de las polémicas y de los debates ciudadanos»9.

El fenómeno aludido ha alcanzado dimensiones más vastas tras la primera fase de la Cumbre Mundial sobre la Sociedad de la Información, celebrada en Ginebra, del 10 al 12 de diciembre del 2003. En la Declaración de Principios intitulada «Construir la sociedad de la información: un desafío global para el nuevo milenio», emitida el 12 de mayo del 2004, los países firmantes se declaran «plenamente conscientes de que las ventajas de la revolución de la tecnología de la información están en la actualidad desigualmente distribuidas entre los países desarrollados y en desarrollo, así como dentro de las sociedades. Estamos plenamente comprometidos a convertir la brecha digital en una oportunidad digital para todos, especialmente aquellos que corren peligro de quedar rezagados y aún más marginados» (núm. 10)10.

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Siguiendo el sensato análisis de un observador de la realidad africana –cuya cercanía a la nuestra no requiere ser demostrada–, se cae en la cuenta de que el modelo antes descrito responde a la cuestionable conjetura de la existencia de una «brecha» que impide a los países del tercer mundo «beber de la fuente de la información del primer mundo»11.

Además, con discursos como los de la CEPAL y, ahora, de la referida Cumbre Mundial, es evidente que se pretende despojar a la sociedad de la información del elemento que, con toda seguridad, le es propio desde una perspectiva ceñida a los hechos: una nueva y sobrevenida forma de desigualdad, entre los que tienen y pueden acceder a la información y los que están al margen de ésta12.

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Nadie podría poner en duda que para describir exactamente una situación, para trazar fielmente el cuadro, o mejor aun, para «fotografiar» un modelo de organización social, hay que dejar a un lado los juicios de valor. Las sociedades esclavista y feudal y la del incanato fueron lo que fueron, en su contexto respectivo, y no «buenas», «malas», «degeneradas», «injustas» ni «deseables».

Siendo coherentes, entonces, quien decida hacer suya la visión de la sociedad de la información como «fase histórica», caracterizada, nos guste o no, por una novedosa forma de desigualdad en los niveles de participación de los ciudadanos, debe discrepar de su artificiosa y «mediatizada» transformación en proyecto político.

Para tener una idea de lo delicado del asunto, conviene recordar que se ha propuesto distinguir cinco formas de aproximación a la sociedad de la información13, y que ninguna de ellas –nótese bien–Page 26 puede considerarse exhaustiva: (i) la tecnicista, que incide en el aspecto de las llamadas «nuevas tecnologías»; (ii) la economicista, que realza el moderno papel de la información como producto con valor de intercambio; (iii) la ocupacional, que se concentra en el siempre creciente porcentaje de actividades laborales que tienen que ver con la información; (iv) la espacial, que presta atención a la reducción de las distancias y del tiempo, favorecida por las redes que canalizan la información; y (v) la cultural, que enfatiza los efectos del alto volumen de información, del que ahora se dispone, en la vida cotidiana, en las aspiraciones, en los sueños, etc., de los sujetos.

Como se aprecia, el elenco anterior no se incluye una perspectiva histórica. Ello puede significar o que ésta es la suma de todas las que se han señalado, o que, simplemente, no hay lugar para hablar de ninguna «revolución».

Al jurista, qué duda cabe, le interesa la realidad como ésta se presenta, porque es así como incidirá en el accionar de los operadores del derecho.

A fines del siglo XIX, por ejemplo, empezó a formularse la pregunta sobre si el principio «no hay responsabilidad si no existe culpa», que regía imperturbable en el campo de la responsabilidad civil, podía considerarse adecuado para una sociedad donde los daños provenían de entidades, antes que de individuos, y donde, entre otras cosas, la prueba de la negligencia era difícil de realizar14.

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Pero hablar de la «sociedad industrial» y de sus cambios tenía, entonces, un sentido muy claro. El jurista tuvo que prestar atención a lo que pasaba a su alrededor para concebir la responsabilidad «sin culpa».

Exponiendo la importancia del estudio de la «realidad efectual», justamente, un autor hacía ver, hace medio siglo, que «pretender regular una sociedad fundada en la producción industrial en masa postulando la irrelevancia de este hecho respecto de instituciones y categorías jurídicas significa condenarse a regular en el vacío»15.

¿Tendrá un objetivo como éste el reconocimiento del advenimiento de una «sociedad de la información»?

Fuera del uso y abuso que se ha venido dando a esta expresión, insoportablemente común en nuestros días, si es cierto que ella constituye una nueva...

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