Neoconstitucionalismo y ponderación judicial
Autor | Luis Prieto Sanchís |
Cargo del Autor | Catedrático de Filosofía del Derecho- Universidad Castilla La Mancha —Toledo España |
Páginas | 109-155 |
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Neoconstitucionalismo*, constitucionalismo contemporáneo o, a veces también, constitucionalismo a secas son expresiones o rúbricas de uso cada día más difundido y que se aplican de un modo un tanto confuso para aludir a distintos aspectos de una, presuntamente, nueva cultura jurídica. Creo que son tres las acepciones principales1 . En primer lugar, el constitucionalismo puede encarnar un cierto tipo de Estado de Derecho, designando por tanto el modelo institucional de una determinada forma de organización política. En segundo término, el constitucionalismo es también una teoría delPage 110Derecho, más concretamente aquella teoría apta para explicar las características de dicho modelo. Finalmente, por constitucionalismo cabe entender ,también, la ideología que justifica o defiende la fórmula política así designada.
Aquí nos ocuparemos preferentemente de algunos aspectos relativos a las dos primeras acepciones, pero conviene decir algo sobre la tercera. En realidad, el (neo)constitucionalismo, como ideología, presenta diferentes niveles o proyecciones. El primero y aquí menos problemático es el que puede identificarse con aquella filosofía política que considera que el Estado Constitucional de Derecho representa la mejor o más justa forma de organización política. Naturalmente, que sea aquí el menos problemático no significa que carezca de problemas; todo lo contrario, presentar el constitucionalismo como la mejor forma de gobierno ha de hacer frente a una objeción importante, que es la objeción democrática o de supremacía del legislador: a más Constitución y a mayores garantías judiciales, inevitablemente se reducen las esferas de decisión de las mayorías parlamentarias, y ocasión tendremos de comprobar que esta es una de las consecuencias de la ponderación judicial.
Una segunda dimensión del constitucionalismo como ideología es aquella que pretende ofrecer consecuecias metodológicas o conceptuales y que puede resumirse así: dado que el constitucionalismo es el modelo óptimo de Estado de Derecho, al menos allí donde existe cabe sostener una vinculación necesaria entre el Derecho y la moral y postular por tanto alguna forma dePage 111obligación de obediencia al Derecho. Por último, la tercera versión del constitucionalismo ideológico, que suele ir unida a la anterior y que tal vez podría denominarse constitucionalismo dogmático, representa una nueva visión de la actitud interpretativa y de las tareas de la ciencia y de la teoría del Derecho, propugnando bien la adopción de un punto de vista interno o comprometido por parte del jurista, bien una labor crítica y no sólo descriptiva por parte del científico del Derecho. Ejemplos de estas dos última implicaciones pueden encontrarse en los planteamientos de autores como DWORKIN, HABERMAS, ALEXY, NINO, ZAGREBELSKY y, aunque tal vez de un modo más matizado, FERRAJOLI2.
En la primera acepción, como tipo de Estado de Derecho, cabe decir que el neoconstitucionalismo es el resultado de la convergencia de dos tradiciones constitucionales que con frecuencia han caminado separadas
La segunda tradición, en cambio, concibe la Constitución como la encarnación de un proyecto político bastante bien articulado, generalmente como el programa directivo de una empresa de transformación social y política. Si puede decirse así, en esta segunda tradición la Constitución no se limita a fijar las reglas de juego, sino que pretende participar directamente en el mismo, condicionando con mayor o menor detalle las futuras decisiones colectivas a propósito del modelo eco-Page 113nómico, de la acción del Estado en la esfera de la educación, de la sanidad, de las relaciones laborales, etc. También, en lineas generales, cabe decir que esta es la concepción del constitucionalismo nacido de la revolución francesa, cuyo programa transformador quería tomar cuerpo en un texto jurídico supremo. Sin embargo, aquí la idea de poder constituyente no quiere agotarse en los estrechos confines de un documento jurídico que sirva de límite a la acción política posterior, sino que pretende perpetuarse en su ejercicio por parte de quien resulta ser su titular indiscutible, el pueblo; pero, como quiera que ese pueblo actúa a través de sus representantes, a la postre será el legislativo quien termine encarnando la rousseauniana voluntad general que, como es bien conocido, tiende a concebirse como ilimitada. Por esta y por otras razones que no es del caso comentar, pero entre las que se encuentra la propia disolución de la soberanía del pueblo en la soberanía del Estado, tanto en Francia como en el resto de Europa a lo largo del siglo XIX y parte del XX, la Constitución tropezó con dificultades prácticamente insalvables para asegurar su fuerza normativa frente a los poderes constituidos, singularmente frente al legislador y frente al gobierno. De modo que este constitucionalismo se resuelve más bien en legalismo: es el poder político de cada momento, la mayoría en un sistema democrático, quien se encarga de hacer realidad o, muchas veces, de frustrar cuanto aparece “prometido” en la Constitución.
Sin duda, la presentación de estas dos tradiciones resulta esquemática y necesariamente simplificada.
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Sería erróneo pensar, por ejemplo, que en el primer modelo, la Constitución se compone sólo de reglas formales y procedimentales, aunque sólo sea porque la definición de las reglas de juego reclama también normas sustantivas relativas a la protección de ciertos derechos fundamentales. Como también sería erróneo suponer que en la tradición europea todo son Constituciones revolucionarias, prolijas en su afán reformador y carentes de cualquier fórmula de garantía frente a los poderes constituidos. Pero, como aproximación general, creo que sí es cierto que en el primer caso la Constitución pretende determinar fundamentalmente quién manda, cómo manda y, en parte también, hasta dónde puede mandar; mientras que en el segundo caso la Constitución quiere condicionar también en gran medida qué debe mandarse, es decir, cuál ha de ser la orientación de la acción política en numerosas materias. Aunque, eso sí, como contrapartida, la fórmula más modesta parece haber gozado de una supremacía norma- tiva y de una garantía jurisdiccional mucho más vigorosa que la exhibida por la versión más ambiciosa.
El neoconstitucionalismo reúne elementos de estas dos tradiciones: fuerte contenido normativo y garantía jurisdiccional. De la primera de esas tradiciones se recoge la idea de garantía jurisdiccional y una correlativa desconfianza ante el legislador; cabe decir que la noción de poder constituyente propia del neoconstitucionalismo es más liberal que democrática, de manera que se traduce en la existencia de límites frente a las decisiones de la mayoría, no en el apoderamiento de esa mayoría a fin de que quede siempre abierto el ejercicio de la soberanía po-Page 115pular a través del legislador. De la segunda tradición se hereda, sin embargo, un ambicioso programa normativo que va bastante más allá de lo que exigiría la mera organización del poder mediante el establecimiento de las reglas de juego. En pocas palabras, el resultado puede resumirse así: una Constitución transformadora que pretende condicionar de modo importante las decisiones de la mayoría, pero cuyo protagonismo fundamental no corresponde al legislador, sino a los jueces.
Para comprender mejor el alcance del constitutcionalismo contemporáneo, al menos en el marco de la cultura jurídica europea, tal vez conviene recordar y tomar como punto de referencia la aportación del KELSEN, cuyo modelo de justicia constitucional, llamado de jurisdicción concentrada, sigue siendo, por lo demás, el modelo vigente en Alemania, Italia, España o Portugal, aunque seguramente esa vigencia se cifre más en la apariencia de su forma de organización que en la realidad de su funcionamiento. KELSEN, en efecto, fue un firme partidario de un constitucionalismo escueto, circunscrito al...
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