El presidencialismo en el mundo: diferencias entre Estados Unidos de Norteamerica, Iberoamerica y Europa.

AutorFernández Barbadillo, Pedro
  1. La no reelección como característica constitucional

    <> (65), que restringe el derecho de sufragio pasivo de quienes hayan desempeñado la presidencia de la república por algún título (incluido sustitutos) y hasta de sus familiares. Al analizar la Constitución argentina de 1853, que tuvo una vigencia superior al siglo, dos juristas argentinos escribieron que <> (66). Y este motivo se reproduce en la mayoría de los países de Hispanoamérica.

    Atendiendo al fin que se propone, que es el de evitar la perpetuación de una persona en la jefatura del Estado, también se le denomina principio de alternabilidad o alternancia, y enunciado como tal está inscrito en varias Constituciones iberoamericanas (67). La vigente en Guatemala une ambas expresiones cuando, en el artículo 136. f, al referirse a los derechos y deberes de los ciudadanos, incluye: <>.

    En Estados Unidos la norma de la no reelección se impuso entre 1947 y 1951, pero en Iberoamérica apareció un siglo antes. Los constituyentes latinoamericanos, luego de entregar amplias facultades al jefe de Estado, buscan evitar que se transformen en dictadores vitalicios a través de la limitación en su duración de un poder preponderante. Ello se realiza a través de tres técnicas constitucionales:

    * El mandato de duración limitada y fija, en el que se determinan hasta los días de celebración de las elecciones y la asunción de la presidencia.

    * Los límites a la reelección del presidente (en Estados Unidos estos límites eran consuetudinarios hasta 1951).

    * La acusación constitucional o destitución por parte del Legislativo (la Constitución exige normalmente para la destitución de los presidentes quorum muy altos, que hacen prácticamente ilusoria dicha responsabilidad).

    Duverger expresa así los riesgos de la reelección:

    La posibilidad de reelección del Presidente plantea un primer problema. El ejercicio del poder crea, naturalmente, un prejuicio favorable en el espíritu de los ciudadanos, a menos de un fracaso patente, difícil de medir: la reelección es siempre más fácil que la primera elección. Un jefe de Gobierno no debe aprovecharse de ello para permanecer demasiado tiempo en funciones, lo que sería enojoso desde el punto de vista democrático y malo desde el punto de vista práctico. Si la inestabilidad gubernamental es deplorable, una excesiva estabilidad también lo es. La renovación del Presidente permite cambiar de aire, de caras y de métodos: esto conviene asegurarlo regularmente. En muchos Estados de América latina toda reelección está prohibida (68), lo que limita la estabilidad presidencial a cuatro o cinco años: el plazo es un poco corto. En los Estados Unidos, la enmienda 22 ha impuesto la práctica seguida por todos los Presidentes desde Washington, exceptuando a Roosevelt: no se puede ser reelegido más que una vez, lo que hace que sean ocho años la duración máxima del jefe del Gobierno. Este plazo parece razonable. Se podría discutir si conviene oponerse a la reelección inmediata (como en América latina) o prohibir el presentarse para un nuevo mandato, como en USA (69). El iuspublicista venezolano Allan Randolph Brewer-Carías subraya las diferencias entre el principio de no reelección y el principio electivo, que no solo suelen convivir, sino que, en su opinión, el primero es una condición imprescindible para que se pueda aplicar el segundo:

    Este principio de la alternabilidad, como principio fundamental, se concibió históricamente para enfrentar las ansias de perpetuación en el poder, es decir, el continuismo, y evitar las ventajas en los procesos electorales de quienes ocupan cargos y a la vez puedan ser candidatos para ocupar los mismos cargos. [...] La elección es una cosa, y la necesidad de que las personas se turnen en los cargos es otra, y por ello el principio se ha reflejado siempre en el establecimiento de límites a la reelección de los funcionarios electos, lo que por lo demás es propio de los sistemas presidenciales de gobierno. [...] La alternabilidad del gobierno, por tanto, es un principio del constitucionalismo que se opone al continuismo o a la permanencia en el poder por una misma persona, por lo que toda previsión que permita que esto pudiera ocurrir, sería contraria al mismo (70). La tendencia contraria al no reeleccionismo o la alternabilidad se suele denominar <>, aunque no por los partidarios de la perpetuación de un presidente. El continuismo, como explica Brewer-Carías, se refiere a las personas, pero en ocasiones excepcionales puede referirse a un régimen organizado en torno a un partido, como el Partido Revolucionario Institucional en México o el Partido Colorado en Paraguay, que controla de tal manera el Estado, incluyendo la manipulación de las elecciones, que todos sus candidatos a presidentes son elegidos una y otra vez. Linz es de la opinión de que <> se percibe como un paso hacia la dictadura incluso si está legitimado por unas elecciones>> (71).

    Un punto a favor de la capacidad del parlamentarismo para mantener unida a la sociedad es que la posibilidad de que un presidente de gobierno o un primer ministro en un sistema parlamentario se mantengan en el poder durante años y años causa menos rechazo al pueblo que si se trata de un presidente. Así lo constata el profesor Linz:

    Una paradoja interesante de los sistemas parlamentarios radica en que la posibilidad de que una persona ocupe el cargo de jefe del gobierno a lo largo de un periodo prolongado de tiempo, durante varias legislaturas sucesivas, no genera la hostilidad que suscita la posibilidad de reelección en muchos sistemas presidenciales. En numerosos sistemas presidenciales, la reelección es anticonstitucional, en otros solo se permiten dos mandatos sucesivos y en uno (Venezuela) solo era posible la reelección tras haber estado fuera del cargo durante un mandato. La propuesta de cambio de la regla de no reelección ha generado protestas violentas, incluso disturbios, y ha sido uno de los argumentos a favor de los golpes de Estado. ¿Por qué es distinta la respuesta? En primer lugar, está el hecho de que un presidente del gobierno solo ocupe el cargo mientras su partido o la coalición que lo apoya disponga de una mayoría en el Parlamento. Además, la coalición podría desintegrarse en caso de crisis o el partido podría cuestionar su liderazgo en cualquier momento (72). Ello produce una sensación psicológica de que nadie tiene garantizada a priori la permanencia en el poder por un periodo fijo de ocho o más años. El pueblo y los líderes en competencia pueden albergar la esperanza de que el candidato electo fracase y sea sustituido, algo imposible, excepto en los casos de impeachment, en los sistemas presidenciales. Por sí mismas, las permanencias prolongadas en el cargo no cambian la percepción psicológica del tiempo. La expectativa frustrante de que no haya cambio en ocho años no llega a surgir. Podríamos preguntarnos si la moción de censura constructiva no crea una frustración similar en algunos sistemas parlamentarios (73). La experiencia de Calvo Sotelo ilustra la inestabilidad de un ejecutivo parlamentario cuando carece de una mayoría sólida en el legislativo del que dependía: <>.

    Una vez elegido en un régimen presidencialista, el presidente tiene grandes probabilidades de cumplir su mandato íntegro, a no ser que la muerte o la destitución por el legislativo (en el caso de que la constitución lo permita) corten su carrera.

    En numerosas ocasiones, la voluntad de un presidente iberoamericano de reelegirse ha acarreado el retorcimiento de las constituciones, el sometimiento del legislativo y el judicial, una dictadura personal y una guerra civil para derrocarle. Por otro lado, el presidencialismo no es sinónimo de estabilidad ni de respeto institucional. Por ejemplo, en Argentina, los dos presidentes no peronistas desde 1983, Raúl Alfonsín y Fernando de la Rúa, no concluyeron su mandato; en Honduras en 2009 el propio presidente fue acusado de vulnerar la Constitución nacional y depuesto por el resto de los poderes; y en Venezuela la presidencia se está apoderando de todas las instituciones desde 1999.

    La otra característica de la historia constitucional de América Latina es el carácter efímero de las Constituciones. El último recuento hecho a finales de los años 80 por los expertos daba una cifra de 177 (74) en los veinte países que forman la región; es decir, unas trece por república en menos de dos siglos de vida independiente. Con las nuevas Constituciones promulgadas desde entonces en Venezuela, Colombia, Ecuador, Perú, Bolivia, Argentina, Paraguay, República Dominicana y Brasil, el número se acerca a 190. He aquí otra diferencia entre Estados Unidos e Hispanoamérica: el primer país mantiene vigente su Constitución elaborada en el siglo XVIII y la adapta a los cambios sociales mediante diversas enmiendas y la jurisprudencia del Tribunal Supremo.

    En 1984, a medida que las juntas militares establecidas en las repúblicas de Sudamérica desde los años 60 y 70 daban paso a regímenes democráticos, un estudio del doctor Linz planteó el debate sobre la mejor forma de gobierno para mantener las libertades: el presidencialismo o el parlamentarismo.

    Tal como recuerda el profesor Jorge Lanzaro (75), el debate <>. La difusión y el impacto de la investigación se produjo antes incluso de que se publicase. El autor español exponía estadísticas <>.

    Reproducimos el esquema de Linz actualizado por Scott Mainwaring y Matthew Shugart (77):

    DEMOCRACIAS ESTABLES 1967-1992 SISTEMA PARLAMENTARIO SISTEMA OTROS SISTEMAS PRESIDENCIALISTA Alemania (1949) Colombia (1958) Finlandia (1906) Australia (1900) Costa Rica (1949) Francia (1946) Austria (1945) Estados Unidos (1778) Suiza (1848) Barbados (1966) Venezuela (1958) Bélgica (1831) Botswana (1966) Canada (1867) Dinamarca (1855) India (1952) Islandia (1874) Rep. Irlanda (1921) Israel (1949) Italia (1946) Jamaica (1962) Japón (1946) Liechtenstein (1918) Luxemburgo (1868) Malta (1964) Noruega (1814) Nueva Zelanda (1852) Países Bajos (1848)...

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