Introducción

AutorIsabel Turégano Mansilla
Páginas11-26

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Introducción

E l modo en que se habla de justicia global en nuestros días resulta algo paradójico. Al tiempo

que se pretende que nos comprometa con los otros como testigos cotidianos de las privaciones de bienes básicos con las que viven millones de personas, de los enormes desequilibrios económicos y de poder, de las corruptelas políticas, de las situaciones de opresión y censura atroces que cruzan nuestras fronteras, muchos de los enfoques teóricos globales contemporáneos nos invitan a la superación de los paradigmas democráticos y de derechos tradicionales en aras de modelos tenues, de universalismos concretos o de mínimos sociales. No se abjura de la universalidad pero, al tiempo, se buscan modelos que articulen la realidad de la globalización y la gobernanza. El eterno ideal cosmopolita se transforma en nuestros días en una variedad de cosmopolitismos discrepantes que tratan de adaptarse a las nuevas necesidades y circunstancias.

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El cosmopolitismo de la realidad, inevitable e inconsciente de cruces forzados o involuntarios de fronteras que critica Ulrich Beck; el cosmopolitismo abstracto y desarraigado de la desafección privilegiada e irresponsable; los cosmopolitismos religiosos o ideológicos que extienden sus solidaridades internas por encima de las fronteras nacionales1; o el cosmopolitismo enraizado o vernáculo consciente de la relevancia de nuestras múltiples y diversas dependencias.

En singular el sueño cosmopolita se invoca para reafirmar los valores universales que sirven a la fundamentación última de normas diseñadas al margen de nuestras experiencias particulares. Los requerimientos prácticos que derivan de tales normas pueden resultar excesivamente exigentes en el contexto actual pero no por ello dejan de concebirse un a priori necesario para aproximarse a los problemas de la justicia global. Frente a la tendencia al pragmatismo o al escepticismo que recorre gran parte de las reflexiones teóricas globales, resurgen en nuestros días voces que consideran llegado el momento de hacer valer los principios racionales de una ética para la esfera global. La ética del discurso, la racionalidad ilustrada cosmopolita, la idea de capacidad moral como contenido básico de la dignidad humana o el contractualismo renovado, tratan de ofrecer una fundamentación universalista sensible a la realidad global de nuestro tiempo pero capaz de trascenderla y proporcionarnos una ética con

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el suficiente grado de generalidad y abstracción como para perdurar indefinidamente.

La ética del discurso propone, junto a su método comunicativo, la asunción de una responsabilidad solidaria en la configuración de las condiciones institucionales para la aplicabilidad del principio de consenso en el contexto transnacional. Tal modelo de corresponsabilidad constituye el contenido de una ética universal que pretende servir a la crítica de la legitimación del marco institucional existente.

El cosmopolitismo de raíces estoicas e ilustradas vuelve con fuerza renovada no sólo a nuestras tesis normativas sino también a nuestras actitudes y estéticas, proporcionando una base normativa al compromiso ético y político universalista: la pertenencia primero y ante todo de cualquier individuo por igual a la humanidad común, fuente primaria de deberes morales, y la razón como fuente de imparcialidad que somete a crítica las pertenencias particulares carentes de fundamentación autónoma. La universalidad va más allá de la idea de consenso para aparecer como una unidad de valores a los que se dota de contenido racionalmente, al margen y por encima de las tradiciones, culturas y convenciones concretas.

El “enfoque de las capacidades” deriva de las ideas de dignidad y sociabilidad humanas, un modelo normativo universal en el que la base del respeto a cada individuo reside en su capacidad para vivirla satisfactoriamente. Es la igualdad de capacidades la que garantiza la libertad individual, lo que la convierte en el contenido de una obligación universal.

Finalmente, como ocurrió con su Teoría de la justicia en el debate ético normativo, de nuevo la apor-

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tación de John Rawls fue la que reanimó la discusión normativa sobre los problemas globales. Algunos de los más relevantes cosmopolitas del panorama actual se sirven de la metodología contractualista para fundar los principios de justicia universales que han de orientar la conformación de la estructura institucional global a partir de la igual consideración moral de todos los individuos. Esta estructura permite fundar principios exigentes que obligan a cuestionarse el régimen internacional contemporáneo en términos de justicia y no meramente humanitarios.

Las aportaciones anteriores parten de la reflexión filosófica para reformular el sentido del universalismo en relación con los problemas globales. La preocupación teórica se acompaña de un interés en plantear modelos de justicia y legitimidad que permitan evaluar la situación presente. Pero su apego a consensos ideales o a la humanidad en abstracto genera modelos normativos rígidos difícilmente adaptables a un contexto global de complejos vínculos e interconexiones. La preocupación por los otros debería convertirse en una preocupación práctica orientada a la acción, encaminada a superar las graves privaciones y desequilibrios de poder que nos asolan. La orientación pragmática de algunos modelos de justicia global les obliga a buscar complicados compromisos entre proyectos normativos dispares, tratando de alcanzar la universalidad desde la particularidad. Las opciones a un universalismo abstracto de sólida fundamentación son propuestas de una moralidad global más débil y condicionada. La propuesta del Derecho de gentes de Rawls, compatible con regímenes estatales diversos, trata de ser un modelo realista para el ámbito internacional sensible a

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los vínculos de afinidad vigentes en las instituciones y prácticas compartidas. La moralidad tenue de Michael Walzer, de mínimos morales compartidos, deriva su fundamentación de la experiencia particular y...

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