Historias de la Costa Verde

Por Josefina Barrón. *

Esparcimiento. Tiene que ver con estar a nuestras anchas. Estirar los huesos, deconstruir el tiempo, ir gozosos sin otro rumbo que el que señalen las casas de los cangrejos, el canto rodado envuelto de orilla, los yuyos apilados, los pelícanos que hurgan entre las piedras. El irregular trazo de la tarde sobre las olas. Cada vez con más pasión redescubrimos la naturaleza. Y es que el nervioso latido de la ciudad, su paisaje roto, su velocidad apabullante, nos empuja a huir hacia espacios donde sentirnos dueños de nosotros mismos.

Cuando la Revolución Industrial irradió el mundo y Lima decidió crecer más allá del primer millón, sentimos la necesidad imperiosa de mirar el mar en su dimensión más pura.

Los acantilados de la Costa Verde habían sido una espalda ancha y terca al Pacífico. El mar de Lima era horizonte de barcos cargados de novedades y gentes, y fuente de recursos alimenticios poco descubierta. El sol oscurecía la piel y la alcurnia evitaba exponerse a sus rayos.

La costa era verde. Pintaban los barrancos rugosos chorros de las aguas del río Rímac que viajaban desde los nevados, abrían su paso por chacras, huertas y pampas de grava y cascajo buscando el abismo para morir en la inmensidad. Acequias provenientes de los canales del Huatica y el Surco esculpían el perfil de la ciudad, escondida la dureza de su piel debajo de la vegetación que hoy apenas se asoma.

Antes de los años sesenta no había arena en la franja costeña de Lima. No existían las playas, salvo la poca sobre el espacio entre los chorrillos de Agua Dulce y el mar, y más allá del Morro, en la lejana herradura que la naturaleza había regalado a la capital. La resaca rompía en los riscos y en los recodos más serenos de cada...

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