Historias de cajón

Por Josefina Barrón. Escritora y comunicadora

Tuve la oportunidad de recibir a Chocolate Algendones algunas mañanas de sábados a tocar cajón a mi casa. Digo tocar porque eso era lo que él hacía. Es que el cajón no necesariamente se golpea. El cajón se acaricia, se repasa con las yemas de los dedos, se roza apenas con las manos, se le arrancan sonidos en cada uno de los rincones que guarda en su sencillo cuerpo de madera, me decía. No es, pues, artillería. Es orfebrería. ¿Un pisquito? Esa primera copa hacía que su cuerpo y su sombra fueran dos almas distintas conjurando el ritmo.

Siempre pensé que el cajón venía de Chincha, que desde tiempos remotos hizo latir el corazón del Guayabo. Pero los chinchanos sacudían el terruño con su zapateo fino, acompañados del violín y la voz. Cuando Miki González llegó en octubre de 1978, el único cajón que existía en toda la comarca lo había regalado Ronaldo Campos, cajoneador de Perú Negro, que andaba investigando para enriquecer el repertorio del grupo. Allí recogió Campos los primeros acordes del Taita Guaranguito, zamba landó que Miki me canta al teléfono mientras escribo estas líneas.

De Perú Negro en adelante el cajón haría un viaje que lo llevaría hasta el rock fusión de Del Pueblo, Del Barrio y su "Escalera al infierno”. Una delicia de ritmos encontrados como la realidad que aún representan. Y por esas cosas de la vida, el cajón conquistó a Paco de Lucía, quien sintió que las palmas del flamenco estaban allí como también el agudo del tacón y el grave de la planta del zapateo del bailaor. Sí, allí, en esa caja de música que Caitro Soto tocó en la Embajada de España. Paco le compró a Caitro ese cajón, que aunque no sea español siempre ha sido gitano porque se lleva debajo del brazo, porque calienta la sangre y hace desmayar la conciencia.

Resulta que el cajón...

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