Hans Kelsen: una biografía cultural mínima

AutorMario Losano
CargoUniversità del Piemonte Orientale "Amedeo Avogrado"
Páginas457-466

    Texto de la ponencia presentada en el seminario "La Teoría pura del Dere-cho: balance de una teoría-balance de un siglo", celebrado en el Instituto de Derechos Humanos Bartolomé de las Casas de la Universidad Carlos III de Madrid durante los días 26 a 28 de octubre de 2004. Traducción del italiano de Francisco Javier Ansuátegui Roig.

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El pensamiento de Kelsen es el meridiano de Greenwich de la ciencia jurídica del siglo XX: todas las teorías terminan siendo anali-zadas en función de su mayor o menor proximidad respecto a la Teo-ría Pura del Derecho, enunciada por él en los primeros decenios del siglo y luego incesantemente perfeccionada hasta los últimos años de su vida.

Este monotemático trabajo doctrinal, este pulir casi hasta la extenuación su Teoría pura del Derecho1, constituye la unidad metodológica de una obra multiforme y es también el elemento de continuidad de una vida igualmente multiforme, a las que las circunstancias del siglo le afectaron de lleno. Nacido en 1881 en Praga, pertenece a la doble minoría de quien era de religión hebrea en una monarquía católica y de quien era de lengua alemana en una nación checa. En su familia, sólo la madre hablaba también checo. Hans Kelsen creció hablando sólo el alemán y su formación cultural fue esencialmente vienesa; es más, él fue un personaje de primera fila de aquella "Gran Viena" que desapareció con el Imperio Austro-Húngaro.

Sobre todo en los países latinos, Kelsen es considerado un filó-sofo del Derecho. Sin embargo sus primeros intereses, en los años que van de 1905 a 1920, están vinculados a la teoría del Estado y al Derecho público2, si bien la metodología jurídica de aquellos prime-ros trabajos es ya la que posteriormente encontrará expresión en la

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Teoría pura del Derecho. Hay que señalar que, al menos desde el punto de vista bibliométrico, los avatares de la vida llevaron a Kelsen a ser sobre todo un internacionalista. De hecho, tomando como referencia la bibliografía oficial del Hans Kelsen Institut, que consta de 387 títulos, nos encontramos que, de esos, 106 son de Derecho internacional, 96 de teoría general del Derecho y 92 de Derecho constitucional.

Kelsen vivió el periodo del Ausgleich entre las monarquías austriaca y húngara: fueron años de intensos conflictos de lenguas y nacionalidades, que al final encontraron una solución jurídica satisfactoria. Siempre he tenido la impresión -pero, tengo que subrayarlo, es una impresión mía no apoyada en argumentos textuales- que la identificación teórica entre Estado y Derecho, típica de Kelsen, derivara de algún modo de vivir en un Estado en el que solamente el Derecho logra-ba mantener juntos un mosaico de lenguas y de etnias diversas, organizadas jerárquicamente en territorios regios (königlich, abreviado con "k." en el lenguaje burocrático, pronunciado "ka" en alemán), imperial-regios (k.k., en donde la otra "k" se refiere a "kaiserlich", imperial) e imperiales y regios (k.u.k): es la "Kakania" sobre la que ironiza Kafka. Este proceso de unificación jurídica de las monarquías autríaca y húngara duró desde 1867 hasta 1914: un período lo suficientemente largo quizás como para marcar la vida del joven jurista.

Esta identificación entre Estado y Derecho es mostrada con gran energía al lector de El problema de la Soberanía de 1920: "La posición fundamental e incontestable de la que se parte aquí y cuyo reconocimiento por parte del lector se pretende es ésta: que el Estado, en la medida en que es objeto del conocimiento jurídico, en la medida en que existe una teoría del Derecho público, debe tener la naturaleza del Derecho, es decir ser o el mismo ordenamiento jurídico o una parte del mismo. 'Jurídicamente' en efecto no se puede concebir otra cosa que el Derecho, y concebir jurídicamente el Estado (este es el sentido de la teoría del Derecho público) no puede significar otra cosa que concebir el Estado como Derecho"3.

Lamentablemente la unificación de la monarquía danubiana culminó precisamente en el año en el que estalló la Primera Guerra Mundial, que terminó con el desmembramiento del Imperio Aus-tro-Húngaro y con la constitución de Estados artificiales como Checoslovaquia y Yugoslavia, a cuya última disgregación hemos asistido en estos últimos años. La mítica figura de Francisco José I, elevado al trono en 1848, se ahorró la visión de esta descomposición: de hecho murió en 1916.

En 1919 nace la República Austriaca con una fuerte presencia de austromarxistas, a los que pertenece también Karl Renner, Presidente de la República. Kelsen es uno de sus consejeros jurídicos. Es por tanto un colaborador de los socialdemócratas, a pesar de no pertenecer a aquel partido: de aquí su vínculo cultural con el austromarxismo, que le iba a procurar la hostilidad de los nacionalsocialistas alemanes. En los años en los que la nueva república austriaca forja sus ins-tituciones Kelsen participa activamente en la redacción de la Constitución de 1920 y, en particular, elabora los principios de la justicia constitucional, considerada por él no un complemento, sino la culminación del ordenamiento parlamentario.

"Una Constitución que carezca de la garantía de la anulabilidad de los actos inconstituciona-les no es una Constitución plenamente obligatoria, en sentido técnico. Aunque en general no se tenga conciencia de ello -pues una teoría jurídica dominada por la política no permite esa toma de conciencia- una Constitución en la que los actos inconstitucionales y, en particular, las leyes inconstitucionales sigan conservando su validez -al no ser posible anularlos por su inconstitu-cionalidad- equivale, desde el punto de vista propiamente jurídico, a poco más que unos buenos

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deseos sin fuerza obligatoria. Cualquier ley, cualquier reglamento e incluso cualquier acto jurídico general realizado por particulares tienen una fuerza jurídica superior a la de la Constitución, a la que todos ellos están, sin embargo, subordinados y de la cual derivan su validez. El Derecho po-sitivo vela, en efecto, para que todo acto que esté en contradicción con cualquier norma superior distinta de la Constitución pueda ser anulado. Este débil grado de fuerza obligatoria real contrasta radicalmente con la apariencia de firmeza, que llega hasta la rigidez, que se atribuye a la Constitu-ción sometiendo su revisión a condiciones reforzadas. ¿Por qué tantas precauciones, si las normas de la Constitución, aunque casi inmodificables, en realidad carecen casi totalmente de fuerza obligatoria? Ciertamente, incluso una Constitución que no prevea un Tribunal Constitucional o una institución análoga para la anulación de los actos inconstitucionales no se encuentra comple-tamente desprovista de sentido jurídico. Su violación puede traer aparejada una cierta sanción, al menos cuando exista la institución de la responsabilidad ministerial [...] Sin duda la Constitución dice y quiere decir en su texto que las leyes no deben ser elaboradas más que de tal o cual forma y que no deben tener este o aquel contendido; pero, al admitir que las leyes inconstitucionales sean también válidas, en realidad quiere decir que las leyes pueden hacerse de forma distinta y que su contenido puede desconocer los límites fijados; dado que las leyes inconstitucionales no pueden ser válidas más que en virtud de alguna regla de la Constitución, estas mismas leyes deben también ser de alguna forma constitucionales, puesto que son válidas. Pero esto significa que el procedimiento legislativo expresamente indicado por la Constitución y las directivas de contenido establecidas por ella no son, a pesar de las apariencias, disposiciones obligatorias, sino meramen-te facultativas. Que las Constituciones que carecen de la garantía de la anulabilidad de los actos inconstitucionales no sean de hecho interpretadas de esta forma es precisamente el extraño efecto que causa ese método, al que hemos hecho repetidas alusiones, que disimula el contenido verda-dero del Derecho por motivos políticos que no corresponden propiamente a los intereses políticos de los que estas Constituciones son expresión.

Una Constitución cuyas disposiciones relativas a la legislación pueden ser violadas sin que re-sulte de ello la anulación de las leyes inconstitucionales tiene, frente a los grados inferiores del or-denamiento estatal, el mismo carácter obligatorio que el Derecho internacional frente al Derecho interno. Cualquier acto estatal que sea contrario al Derecho internacional no es, por ello, menos válido. La única consecuencia de esta violación es que el Estado cuyo interés es lesionado por ella puede, en última instancia, hacer la guerra la Estado autor de la misma: esta violación lleva apa-rejada una sanción meramente penal. De la misma forma, la única reacción contra su violación de una Constitución que ignore la justicia constitucional es la sanción penal que brinda la institución de la responsabilidad ministerial. Esta mínima fuerza obligatoria del Derecho internacional induce a muchos autores, sin duda erróneamente, a negarle, de una forma general, carácter jurídico. Son motivos muy semejantes los que se oponen al reforzamiento técnico del Derecho internacional mediante la instauración de un tribunal internacional dotado de...

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