Búrlate de mí

Por Alberto Villar Campos. Periodista

Un súbito punzón en el estómago ?que luego se convertirá en náusea? es la inequívoca señal de que, una vez más, este será un día que no olvidaré jamás. Mientras subo al carro de mi padre, no sé exactamente qué decirle para que no me lleve. Es temprano, apenas he desayunado, debo tener 8 años. Se supone que el colegio al que voy, católico y solo de hombres, es uno de los mejores de Lima. Estoy en segundo de primaria y, sin quererlo, he cometido dos errores imperdonables: ser velludo y orejón.

Cuando bajo del carro, tengo ganas de llorar. Tal vez lo hago, pero mi padre ni lo nota.

Para mi mala suerte, la primera clase del día es educación física. No quiero quitarme el buzo y quedar en short y polo porque sé exactamente lo que vendrá luego. ?¡Hombre lobo, hombre lobo!?. Las burlas de mis amigos se vuelven potentes, el eco es constante, sus risas no paran. Hay que dar varias vueltas al estadio. Yo voy de último. Cuando lo nota, el profesor me obliga a quitarme la ropa. Las risas empiezan, se multiplican. La náusea vuelve.

No lo entiendo. Tengo 8 años, se supone que la vida es fácil. ¿Por qué, entonces, quiero salir y no volver más a ese lugar en el que hasta ni mis profesores entienden lo que me pasa? ¿No los ven, no escuchan sus burlas, acaso no gritan lo suficiente?

Dos empezaron con el abuso, pero el monstruo, de a pocos, se convirtió en un salón entero. Ahora prefiero comer la lonchera solo y ver de lejos al resto jugar fútbol. Cerca de mí, otro niño, blanco como una yuca e igual de abusado, hace lo mismo: observa, añora. Sin embargo, él aprendió a jugar solo y se la pasa saltando por entre las pequeñas multitudes llenas de sudor y alegría. A mí, en cambio, si no es por los vellos, los invisibles golpes me llegan...

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