Un triunfo del 15-M

Por Fernando Savater. Filósofo

Hace una década, cuando visitaba institutos y colegios, en la mayoría de los casos solo me encontraba con jóvenes lánguida o desafiantemente apolíticos. Y contentos de serlo: ?¡Yo paso de política!?. Escuchaban mis exhortaciones a veces algo tremendistas (?si tú no haces política, otro la hará por ti y puede que contra ti?), con piadoso desinterés, como si les estuviera recomendando practicar el bádminton o cualquier otro juego pasado de moda. Esta actitud era compartida también por numerosos adultos, que consideraban la política como un cenagal de corrupción en el peor de los casos y en el mejor como una impotente pérdida de tiempo. Pero hace poco más de dos años eso cambió y los pasivos apolíticos se convirtieron por obra y gracia del fragor de la crisis en activos antipolíticos, hostigadores de parlamentarios y flagelo de cargos públicos. O apolíticos o antipolíticos, pero nunca resignados a ser políticos ?es decir, juntamente culpables y regeneradores? que sin embargo es lo que corresponde quieran o no a todos los ciudadanos en democracia.

Es obvio que abusos masivos y callejones sin salida colectivos nos alertan de que algo está bloqueado o quizá pervertido en nuestros sistemas de gestión social, lo cual exige que los mecanismos de participación y representación política sean sometidos a profundas (y sin duda nada fáciles) reformas. En mi juventud se blasonaba de que el auténtico realismo consistía en pedir lo imposible y quizá esa ?boutade? siga teniendo validez pero reformulada así: no demos por hecho que son imposibles los cambios que razonablemente apetecemos solo porque lo digan aquellos cuya posición dominante depende de que no los haya. Tales transformaciones no provendrán solamente de nuestra indignación ante lo vigente, aunque sin duda comenzarán por ella. Pero después habrá que pasar de la crítica a los políticos a otra cosa que puede que aún nos guste menos, porque es mucho más trabajosa y exige mayor documentación: la práctica de la política, es decir, el salto de la protesta a la propuesta. Y recordemos desmitificadoramente que la virtud política por excelencia no es el arrojo radical ni el coraje, sino la paciencia. Todo el mundo es capaz de una tarde heroica, pero siempre falta...

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