Una plegaria por Lima, ahora que es octubre

Por Josefina Barrón. Escritora y comunicadora

Sería un milagro poder pisar el césped sin infringir la ley, andar descalza por la calle sin tropezar con el escupitajo de un huérfano de ciudad, abrazar los árboles sin sentir que se terminan de pudrir en mi regazo. Un milagro que las veredas se conviertan en teclados de un piano astral, que la luna no se esconda más detrás de la gran muralla de smog, que los pájaros se cortejen, canten, sean pinceladas de color en Caquetá; que las avenidas sean ríos de vida; los limeños que las recorren, gentes de sonrisa fácil y maneras suaves; los edificios, hogares y no ollas de grillos; las nubes, alegrías colectivas que coronen los cerros El Pino, Candela, El Agustino. Quisiera que las estrellas sean tantas que cieguen al pesimista con su espejo de sol. Que Lima no tenga filo ni esquinas, que no corte ni punce. Que no haga sangrar.

Sería un milagro que las ballenas jorobadas alumbren en La Chira, que las orillas estén libres de perros hambrientos, que el desierto no sea más un moridero de cosas y personas. Quisiera el milagro de la vida sobre la grava, como fue cuando tejíamos redes y pescábamos el agua de la niebla, como dejó de ser cuando Amancaes y Carabayllo devinieron en cemento. Quiera Dios que sigan verdeando las lomas en El Lúcumo; que sigan llegando los turtupilines a los Pantanos de Villa; que el peso de la ciudad no termine de caer sobre Puruchuco; que Chuquitanta salga de su letargo de milenios, que no sea una bandada de gallinazos quien anuncie la extraña muerte de otro niño que por ahí jugaba. Que el crimen se pague caro. Y que nunca se deje de pagar.

Quisiera, Señor, que dejemos de juzgar al valiente, de temer al que es distinto, de corromper, de envidiar al que triunfa, de darle la espalda al indigente, de frenar al que tiene...

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