El pago de los agravios: revanchas andinas.

AutorElmore, Peter

[ILUSTRACIÓN OMITIR]

"Nunca he sabido despertar a un indio a puntapiés", confiesa el narrador --notorio alter ego de Ventura García Calderón-- al comienzo del cuento que da título a La venganza del cóndor (1924), ese libro al que García Calderón debe su permanencia en la memoria cultural del Perú y que, en el extranjero, a una década de su primera edición convirtió al autor en un candidato verosímil al Premio Nobel de literatura. La admisión lacónica del narrador nos asombra porque es, al mismo tiempo, explícita e inquietante: el significado de la frase es claro, pero la irónica naturalidad del tono y la tersa precisión de la sentencia encubren, apenas por una fracción de segundo, su oscuro sentido. Este radica en la certeza de que, para la sociedad donde ocurre la historia, la violencia contra los indios es una tradición consentida y una práctica aprobada. Lo anómalo se ha convertido en norma, la infracción es ley: respetar al otro indica debilidad y torpeza, mientras que hacerle sentir la bota al inferior es tanto una prueba de hombría como una destreza perversa.

"Quiso enseñarme ese arte triste, en un puerto del Perú, el capitán González, que tenía tan lindo látigo con puño de oro y un jeme de plomo por contera". La entonación mundana, que resiste el patetismo y la indignación por considerarlos de mal gusto, equivale de todas maneras a una condena --pero no se trata de una condena vehemente, al modo de González Prada, sino reticente y elegante-- de la conducta del militar abusivo. El vuelco final del argumento, por lo demás, genera un efecto de ironía macabra, aprendido en los cuentos de Guy de Maupassant, Villiers de l'Isle Adam o Barbey d'Aurevilly, lecturas asiduas de quien vivió más en París que en el Perú. Así, el capitán González rueda, con sus "donjuanescos bigotes" y el resto de su humanidad, al fondo de un abismo, en un accidente que el narrador comprende como lo que es: una represalia mágica que, espectacularmente, cambia los roles en la dialéctica de la violencia semifeudal. El que sonríe último --el indio anónimo que fue el instrumento sobre el cual ejecutó el capitán su "arte triste"--, sonríe mejor. Es una sonrisa tácita, por cierto, que el narrador y el lector adivinan tras la compasión, sin duda irónica, del guía. El relato sugiere, además, que el arte del indígena es la magia, el saber esotérico y ancestral de un pueblo arcaico. Quien parecía indefenso puede, en realidad, darle vuelta al vinculo del poder. En "La venganza del cóndor", la víctima se cobra --no por mano propia, sino por ala ajena-- la revancha. El narrador concluye afirmando que la anécdota sangrienta ha sido, de un modo peculiar, una lección práctica. La manera que explica la solidaridad entre el ave carnicera y los hombres del Ande permanece incomprensible y conjetural: "Tal vez entre ellos y los cóndores existe un pacto obscuro para vengarse de los intrusos que somos nosotros", declara. No hay adverbio de duda, en cambio, cuando al final del cuento afirma: "Pero de este guía incomparable que me dejó en la puerta de Huaraz, rehusando todo salario, después de haberme besado las manos, aprendí que es imprudente algunas veces afrentar con un lindo látigo la resignación de los vencidos".

A diferencia de lo que ocurre en los relatos de los maestros franceses del terror y la malicia en los cuales se inspira García Calderón (y esa diferencia, creo, es...

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