Pachacámac: mirar para comprender

Por Josefina Barrón. Escritora y comunicadora

Injusto hablar de ruinas. Suena a cosa acabada, a moridero de la esperanza, a aquello que la tiranía del tiempo victimó. Algunos ven eso en Pachacámac: una ruina, un poco de adobe que persiste entre el desierto y los asentamientos humanos que se enraízan en el cruento arenal. Otros saben que fue centro ceremonial, que alguna vez estuvo allí un inca, y se sienten orgullosos de haberla caminado con sus hijos antes del obligado pan con chicharrón de Lurín. Tuvieron la inquietud, sí, y eso ya es bastante, pues existen quienes regalan una mirada de reojo, cautivados por el glamour de la publicidad de un cartel, encarrilados en la Panamericana Sur y apurados por salir de la ciudad; ellos miran adelante y no al costado. Menos aun atrás.

Pero mirar atrás es importante para comprender quiénes somos, dónde hemos crecido, de qué estamos hechos los peruanos. Mirando atrás entenderemos que Pachacámac no es ruina y sí santuario, porque está cargado de una espiritualidad honda y vibrante, fruto del vínculo entre el hombre y el tiempo circular. Allá arriba, sobre un promontorio natural sabiamente elegido, los astros se revelaban. Recintos, caminos y plazas fueron orientados a las distintas posiciones en el horizonte que alcanzaban el sol, la luna y algunas estrellas fulgurantes, ayudados por la presencia mágica de la isla que, cuenta la leyenda, fue alguna vez la princesa Cauillaca, marcados también por la punta de La Chira y la cadena de montañas que se alzan detrás del santuario. Mirar el paisaje, saber de los solsticios y equinoccios, de la Cruz del Sur, de la constelación de Escorpio, Amaru para ellos, y su deslizarse lento por el firmamento, sería clave para iniciar las campañas agrícolas, para administrar los recursos, para...

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