El niño y el mar

Por Josefina Barrón. Escritora y comunicadoraEs interesante encontrar una imagen en la que aparece Miguel Grau risueño, abrazando a su hijo Enrique, aún bebe. Tiene puesto el uniforme, lleva esas barbas crecidas con las que fue inmortalizado, pero ha perdido toda la rigidez de su investidura y se deja ver tierno, cotidiano. Raro en esa época cuando las personas asumían toda la formalidad que exigía un acontecimiento tan importante y trascendental, como fotografiarse.Todos sabemos quién es Grau, el héroe que se inmola por la causa peruana un 8 de octubre. Pocos conocemos a Miguel, el niño que salió de casa demasiado pronto y experimentó solo, sin familia, la vida. Aquel que conoció el mundo mucho más que el regazo de su madre. Grau aparece como una suerte de paradoja del destino. Un personaje épico de Melville, alguien en quien Hemingway podría haberse inspirado para escribir una novela total. Debería haberse vuelto áspero como las cubiertas de los barcos en los que navegó por los mares del planeta desde los 9 años; distante y hosco como la alta mar a la que estuvo expuesto cuando apenas alcanzaba la pubertad. Recio, como la intemperie que fue el escenario de su adolescencia. Receloso, quizás hasta forajido con las mujeres, producto de la falta de madre, quien por alguna razón lo abandonó cuando aún era pequeño, a él, a su padre y a sus hermanos. Sin embargo, Miguel Grau fue un hombre sin rencores ni durezas, padre de familia dedicado, marido amoroso, persona de maneras suaves, ser cargado de palabras dulces y gestos de bondad. Sus cartas están llenas de diminutivos, de cariño, nobleza y hondos afectos. Partió desde Paita, el hogar y principio de su estrecha relación con el mar. El padre, colombiano que formó parte del ejército libertador de...

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