Negar lo evidente

Por hugoCoyaEl Comercio abre sus páginas al intercambio de ideas y reflexiones. En este marco plural, el Diario no necesariamente coincide con las opiniones de los articulistas que las firman, aunque siempre las respeta. Como todo periodista experimentado, he tenido la oportunidad de cubrir numerosos acontecimientos, algunos importantes y otros no tanto. He visto políticos usar la demagogia para conquistar votos, corruptos negar desembozadamente fechorías, asesinos fingir arrepentimiento, personas de a pie recurrir a la prensa para reclamar por una justicia esquiva. Incluso, hace un cuarto de siglo, desde Miami, pude informar al público sobre los efectos del huracán Andrew, considerado uno de los más destructivos que haya castigado Estados Unidos en el siglo XX. Es cierto, los reporteros somos testigos excepcionales de múltiples e impresionantes sucesos que no todos se perpetúan en la memoria por la necesidad que tenemos, como seres humanos, de activar mecanismos de defensa para poder preservar nuestra integridad psicológica. Sin embargo, la terrible sucesión de catástrofes naturales que viene ocurriendo desde que comenzó el 2017 hizo que un recuerdo remoto, de hace poco más de 25 años, volviera con escalofriante luminosidad hasta volverse recurrente por estos días. Era junio de 1992 cuando una multitud superior a las mil personas, entre los que se encontraban gobernantes de diferentes países, asistía a la llamada Cumbre de la Tierra en Río de Janeiro para hablar sobre la posibilidad de que en un futuro el clima provocase drásticos cambios en el planeta. Entre la nutrida concurrencia, había numerosos escépticos, reputados científicos y políticos que atribuían esos vaticinios más a la ciencia ficción que a la realidad. De pronto, una persona infrecuente en estos eventos fue invitada a hablar. No se trataba de un experto en desastres, ni siquiera una de las encopetadas autoridades que asistían o de algún caudillo mesiánico preconizando el apocalipsis. Los organizadores habían decidido darle la oportunidad a una menuda niña canadiense que tenía por aquel entonces tan solo 12 años. Ante el anuncio, no fueron pocos quienes abandonaron la sala, otros se pusieron a conversar entre ellos o simplemente decidieron ignorar la osadía. Al final, ¿qué podría enseñar o aportar esa pequeña a tan atildada multitud? En medio de los murmullos, Severn Cullis-Suzuki subió al escenario y fulminó a la audiencia...

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