Ancón, momia y semilla

Por Josefina Barrón. Escritora y comunicadoraNo fue sino hasta ahora que me topé con la soledad que supe el verdadero sentido de Ancón para los antiguos peruanos. La quietud de una semana de abril vino a dominar los espacios que siempre percibí como modernos, deliberadamente cotidianos. Devinieron parajes inmemoriales. Mágicos.Recupera su carga arcana el silencioso legado que con pasión arqueólogos y estudiosos conservan en la memoria de vestigios que permanecen aquí y fuera del país. Me doy con que todos esos ceramios, telares, utensilios, fardos y cuerpos momificados no eran sino parte de la gran necrópolis que esta ensenada protegida de los sures fue a lo largo de miles de años. Un espacio para conectarse con el mundo ulterior y para revincularse con éste. Se veneraba al mallqui, que en quechua significa momia y semilla. Muerte y simiente. Quien partía devenía ancestro. Adquiría una nueva relación con el entorno. Esencialmente, no moría. Muchos personajes pertenecientes a culturas y asentamientos que en el Perú se forjaron desde que el hombre dejó de trashumar hasta que los incas alcanzaron la costa fueron enterrados aquí, frente a un imponente Pasamayo cuya corona de niebla debió haber ofrendado un carácter aún más mágico al culto.Siento, estos días que me aventuro por los malecones, arenales, cerros y orillas que me vieron nacer, que no pude haberlo hecho en mejor lugar. Aquí, hasta San Martín encontró la poca paz que podía ante el inminente derramamiento de sangre que intentaba impedir. No es difícil imaginar por qué Ancón fue un remanso. Pasa como en Paracas; uno se vuelve parte de esta serenidad, imagino solo interrumpida hace mil años por el salto poderoso de una ballena...

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