Lima a pedazos.

AutorLerner, Dan
CargoPODER Y SOCIEDAD

[ILUSTRACIÓN OMITIR]

Corren los primeros días de diciembre y en San Martín de Porres, uno de los distritos más poblados de Lima, se comienza a sentir el calor del verano. Es domingo y las calles, conforme el centro de la ciudad va quedando atrás, aparecen despobladas. Los negocios están cerrados, los choferes de microbuses no hacen sonar sus bocinas y en las esquinas no se forman los usuales nudos de autos. Es domingo y en San Martín de Porres se respira paz.

El Estadio Nacional es el límite entre San Isidro y el Cercado de Lima. A un lado de la Vía Expresa, se abre paso la avenida 28 de Julio con sus negocios y estaciones de buses interprovinciales copando las aceras. Al otro lado, el coloso José Díaz, remodelado con apuro por el segundo gobierno aprista, imponente, gigantesco, moderno. Cuatro horas antes del encuentro, comienzan a llegar los hinchas de un equipo capitalino que hoy jugará la final del torneo nacional.

Una inmensa fila de policías rodea el Estadio y la salida de la estación del Metropolitano que da al coloso. Concentrados, observan atentamente a cada uno de los hinchas que acelera el paso para llegar a tiempo a la cola. Los caballos de la policía se han encargado de decorar el asfalto y perfumar el aire con el clásico olor de establo: una rancia mezcla entre naturaleza y coerción que recuerda a la infancia. Mirando hacia arriba, los niños, asustados, estrechan con fuerza las manos de sus padres y eluden a las bestias que intentan mantener el orden.

En el límite de San Martín de Porres y el Rímac, justo sobre el gran río de la ciudad, se encuentra el pequeño estadio del equipo capitalino que jugará la final en el Nacional. El equipo se fundó en el Rímac, distrito que concentra al núcleo más importante de hinchas. Desde esa zona comenzará la caravana de la hinchada hasta el punto de concentración ubicado a varias cuadras del Estadio Nacional. Cientos de jóvenes golpean bombos y agitan banderas de color celeste. Pero no es solo una fiesta. Conforme avanzan, van adueñándose de las calles, aunque no en un sentido poético: destruyen lo que encuentran a su paso, patean botes de basura, pintan fachadas de casas, lanzan cohetones y asaltan a los ingenuos que decidieron dar una caminata dominguera por su barrio.

La marea de color celeste marcha a un ritmo que parece ensayado. Ha dejado los alrededores del estadio y la tranquilidad parece volver a San Martín. Pero no es así. El Puente del Ejército que une la avenida Alfonso Ugarte con...

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