Los jovenes a la tumba: el maestro de Petersburgo, de J. M. Coetzee.

AutorElmore, Peter

De la destrucción minuciosa e implacable del orden existente habría de surgir la nueva sociedad. Esa era, en la Rusia de la década de 1860, la fe de los revolucionarios que condenaban --en nombre de la Razón, la diosa moderna por excelencia-- toda fe. Fedor Dostoievsky quiso exorcizar en Los posesos (1872), que es al mismo tiempo un aquelarre polifónico y un polémico ajuste de cuentas con sus contemporáneos, el espíritu del radicalismo ruso de la generación de 1860. El maestro de Petersburgo (1994), de J. M. Coetzee, imagina --lírica y analíticamente-- las circunstancias que precedieron a la escritura de la novela en la cual Dostoievsky se mide con los demonios de su juventud y con el fantasma de la revolución.

En El maestro de Petersburgo, cuenta la historia un narrador en tercera persona que habita la conciencia del protagonista. No es otra la forma en que Coetzee relata los tomos de su autobiografía --los memorables Infancia y Juventud, que son la estricta y nunca concesiva bitácora de su formación. Anoto esto porque el Dostoievsky de Coetzee es --al mismo tiempo-- un atormentado novelista ruso del siglo XIX y un complejo avatar del Premio Nobel sudafricano. Los problemas y conflictos que asedian a El maestro de Petersburgo atraviesan épocas y, por eso, no pierden su relevancia: la relación entre la escritura y la violencia, los vínculos tortuosos entre las generaciones, la disputa entre la soberanía de la imaginación literaria y los imperativos del compromiso político ocupan, con un rigor febril, las páginas de una novela que fabula la génesis de otra novela y pone en escena la confrontación entre dos arquetipos de la época moderna: el Escritor y el Terrorista.

Los años 60 del siglo XIX fueron, para la intelligentsia rusa, ásperos y convulsos: en San Petersburgo, Ginebra, Dresden y Londres se enfrentaban la intransigente y parricida generación de 1860 con la generación romántica de 1840 --que E. H. Carr, el gran historiador inglés, retrata sobre todo a través del liberal Herzen y el anarquista Bakunin en un libro excepcional, Los exilados románticos. La querella entre los padres y los hijos enardeció los ánimos, marcando a fuego los campos de una disputa por el sentido y el destino de la vida de un país que se hallaba en la periferia de las grandes transformaciones técnicas, económicas y políticas de Occidente. Décadas más tarde, Lenin habría de afirmar que la cadena del imperialismo se rompió en su eslabón más débil: la fragilidad, por obra y gracia de la ironía histórica, resultó ser una ventaja para quienes querían un vuelco radical. La Rusia zarista --con la casi oceánica extensión de su territorio, las llagas enconadas de una cultura de la servidumbre, la ansiedad modernizadora de las élites intelectuales y el hervor frenético de la experiencia urbana en San Petersburgo-- era, según la perspectiva del observador, la gran muralla del viejo orden o la línea de avanzada de la revolución.

Suelo fértil para los gestos extremos y los dilemas agónicos, el medio ruso de la segunda mitad del siglo XIX no fue, en cambio, propicio a los ánimos moderados. Entre los protagonistas de la cultura, la norma fue la ruptura de las normas. Las ideas de Herzen no nos suenan radicales, pero quien las sostuvo era un hombre apasionadamente desgarrado; Turgenev, en cuyas ficciones suele advertirse una ironía ecuánime, era un caballero más bien excéntrico. Tolstoi y Dostoievsky, por su parte, no solo marcan las alturas mayores de la novela rusa del siglo XIX: a pesar de las muchas diferencias que los distinguen, ambos...

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