Hijos de Funes

Por Periodista

La última vez que visité una biblioteca debe haber sido el siglo pasado. Cuando fui estudiante universitaria, las bibliotecas eran nuestro segundo hogar. Había algo mágico en esos enormes edificios llenos de libros donde reinaba el silencio casi sepulcral y en los que había decenas de personas absorbidas por el estudio. No recuerdo bien la forma de los cubículos, ni la disposición de los estantes, pero el silencio y el olor de ese edificio tienen el mismo entrañable espacio en mi memoria que el del café recién hecho.No sé cuál es la asiduidad con la que los alumnos hoy visitan las bibliotecas de sus universidades o la Biblioteca Nacional. Pero me puedo hacer una idea desde que he regresado a estudiar una maestría y mis clases virtuales me han alejado de esa experiencia que extraño y a la vez no tanto. Hoy no siento esa angustia por la búsqueda de información que me acompañó en el pasado. Acceder a ella era un reto. Recuerdo torturar al encargado de la biblioteca para que me contara quién se había sacado el libro que necesitaba. Luego le hacía la guardia al que lo tenía para que me lo prestara unos minutos para fotocopiarlo.Ya no me aterra que, llegado el día del examen, se me haya quedado un libro sin consultar. Sé que voy a acceder a él porque la información en línea es superabundante, los libros y artículos científicos están digitalizados, y si quiero absolver alguna duda y le escribo al autor del mismo y lo más probable es que me conteste.Mi yo de los ochentas no me creería y estaría convencida de que morí y desperté en el paraíso. Extraño, sin embargo, y me disculparán la nostalgia, el valor que le conferíamos a la información. La emoción con la que recibíamos esa revista ya pasada que alguien nos traía del extranjero, la euforia cuando lográbamos encontrar disponible en la biblioteca esa novela que todos estaban leyendo o la esperanza de que la canción que más nos gustaba la pusieran en la radio para grabarla en un casete mientras un locutor nos aguaba la...

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