Frente al odio, un cristiano en la silla de Pedro

Por Álvaro Abos. Columnista del diario "La Nación”, Argentina

La renuncia de Joseph Ratzinger fue un fogonazo. En un mundo donde se matan por el poder, alguien, voluntariamente, lo dejaba. Por su parte, la elección de Jorge Mario Bergoglio y su autobautismo como Francisco –un nombre a veces significa más que mil discursos– completaron el hecho: postula un audaz intento de la Iglesia para restaurar valores como la humildad, la igualdad y la ética, que un mundo secularizado y materialista posterga. Es un proyecto de enormes dimensiones, confiado a un hábil comunicador, y del cual apenas hemos presenciado los primeros pasos. Desde esta orilla, es necesario no perder de vista tal dimensión, porque mirar lo sucedido en el Vaticano solo con una óptica local lo desnaturalizaría, banalizándolo. Dicho lo cual, es menester volver a nuestra tiendita. Banal o no, para nosotros es importantísimo.

La elevación de Bergoglio a Papa se metió de rondón en la encrucijada argentina porque el hombre que el cónclave coronó era uno de los enemigos que el Gobierno había elegido. El Gobierno ejercita sin pausa operaciones de demonización contra personas o instituciones que no se pliegan a sus dictados. Primero fue el campo. Productores grandes y chicos que resistían el alza de un impuesto (retenciones) recibieron el sambenito de oligarcas explotadores. Luego fue el diario "Clarín”. Su propietaria fue crucificada como apropiadora de niños y el diario, zarandeado por múltiples ataques. Luego, fueron los jueces: algunos dictámenes emitidos por tribunales de alzada no conformaron la exigencia del poder, por lo que este los vilipendió como integrantes de una mafia: la "familia judicial”, expresión usada por el Gobierno, remite a la ‘onorata societá’. Le tocó también al movimiento obrero, cuyo más importante dirigente pasó a ser denigrado como burócrata sindical.

¿No es curioso que esos enemigos antes fueran amigos, aliados o favoritos del Gobierno? Podrá decirse que este, como uno más de los actores de la vida pública, hace algo legítimo en democracia: alinearse y defender sus opciones, criticar a quien se sitúa enfrente de ellas. Pero lo que hace el Gobierno no es confrontar para mejorar, sino odiar para destruir. Va de odio en odio, de guerra en guerra. Como es lógico, semejante dispendio de fuerza negativa posterga acciones que mejoren el país. Y así se nos escurren estos años, roídos por un belicismo cortoplacista incompatible con la construcción de...

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