A propósito de ?El evangelio de la carne?

Por Josefina Barrón. Escritora y comunicadoraLa Lima de los marginados, una marea que enturbia la historia de una celebrada bonanza. Los miserables disocian. No hay ley ni normas para cumplir. No existe el civismo, la autoridad o el sentido de comunidad. Solo mandan las propias manos, la calle, la urgencia de la sobrevivencia. Algunos se refugian en el tan esperado milagro de un Cristo Moreno, en las palabras del pastor de la Iglesia Evangélica, Adventista, en la imagen del Señor de Muruhuay o de San Judas Tadeo, en Sarita acompañando las horas inciertas, que son todas, en el curandero que amarra lo inasible, en el chamán que limpia al perturbado. Hay quienes entregan su fe a la fuerza motora de una combi, un camión, un colectivo, una carretilla. Por eso llevan los nombres de sus hijos, madres, esposas. Ya no se trata de máquinas. Son altares rodantes, y si bien a duras penas andan, se cifra en ellos la esperanza de una vida digna.Hay los que nada tienen que perder. Los que dejaron el alma en algún lugar del asfalto. Los que no creen en nadie porque nadie creyó en ellos. Los que conjuran fin y medios. Aparecen en la pantalla del televisor cada mañana, esposados y cubiertos de una extraña desvergüenza que rompe en amoral. Esos a los que llamamos sicarios, violadores, marcas, pandilleros, proxenetas, estafadores. Lumpen que crece y se empodera. Ya no son más ciudadanos. Son apenas pobladores. Grava que vuelve eriazo el desierto. Pero detrás de sus indeseables presencias existen historias de vida que no se cuentan, de amor y heroísmo, del anhelo de una familia, del deseo de arraigo, de ganas de cuidar y ser cuidados.Periferia o subcultura, lo cierto es que Lima se fragmenta en esas millones de historias de vida...

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