Estocolmo en Lima

Por Carlos Adrianzén (*)La vieja contraposición entre la gestión privada y la gestión pública es tan antigua como las visiones que las separan. Desde mucho antes de que Thomas Hobbes nos recreara con el ?Leviatán? ?ese engendro gigantesco que grafica el Estado? hasta nuestros días, no es inusual que cada quien caricaturice las cosas según su visión.Para un lector creyente en la libertad individual y en la acción humana, el estatismo es un lastre. Una fábrica de botines que usualmente cae en manos de los que son hábiles para muy pocas cosas. En cambio, para un romántico, dispuesto a sacrificar su libertad por un poco de comodidad y que se deja enamorar por la quimera de soluciones colectivas, el Estado es responsable de introducir la justicia en un mundo que de otra manera sería desigual y aciago.En estas líneas pienso no abrumar con una discusión sobre la materia. Me interesa enfocar las cosas como se dan en el Perú de hoy, donde el Estado es lo que es. La historia del Estado Peruano, nos guste o no, significa un largo prontuario de abusos, dispendios, indolencia, tratamientos diferenciales y expropiaciones.Una explicación sugestiva de esta realidad la puede dar el llamado síndrome de Estocolmo (vínculo marcado entre la víctima y su secuestrador). Resulta curioso descubrir cómo en nuestro país le encargamos esperanzadamente a la burocracia los servicios más importantes (educación, seguridad ciudadana, salud pública o defensa nacional).Gracias a ello, la educación de nuestros niños es un desastre, la inseguridad en las calles es un factor de angustia para nuestras familias, los indicadores de salud pública son lacerantes. Tampoco hemos perdido pocas guerras. En fin, el Estado Peruano de estos tiempos casi no hace...

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