La democracia y el lugar de la ley

AutorEduardo García de Enterría
Cargo del AutorCatedrático de la Facultad de Derecho de la Universidad Complutense de Madrid
Páginas119-147

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Salutación

Sr. Presidente de la Academia Nacional de Derecho y Ciencias Sociales, Sres. académicos, señoras y señores:1

En mi primera visita a Córdoba, que tuvo lugar hace ya más de 15 años, esta Academia Nacional de Derecho me hizo el gran honor de nombrarme académico correspondiente. El magnífico jurista y gran caballero que es don Pedro José Frías presidía entonces esta institución, que está ligada a lo más profundo y verdadero de la historia jurídica argentina. Debo excusarme por haber ido demorando mi toma de posesión de esa condición de miembro asociado de esta Academia Nacional. Ahora lo hago, comenzando por expresar mi gratitud más honda por haber querido asociarme a esta Casa y a la gloriosa historia en que se apoya. Córdoba fue la primera Universidad argentina. Page 120 Esa precedencia en el tiempo ha cuajado en la solidez y brillantez del Derecho que aquí se viene estudiando y trabajando durante ya casi cuatro siglos. Esta Academia Nacional es la crema de esa tradición gloriosa. Tantos nombres ilustres le han dado su carácter, su actividad ha expandido tal luz, que bien comprenderéis que me sienta, por una parte amedrentado por el formidable honor que me habéis hecho; por otra parte, lleno de gratitud a los colegas por haberme así destacado. Seré siempre consciente de que bajo la Cruz del Sur tendré, a partir de ahora, uno de mis hogares intelectuales, y en mi ánimo será siempre vivo el agradecimiento por este generoso acogimiento que me hacéis y por los lazos fraternales que con ello se han creado para siempre entre nosotros.

Gracias también al profesor Antonio María Hernández, a quien conocí con ocasión de mi primera visita a esta ciudad, por las amables, y sin duda excesivas, palabras con que acaba de presentarme ante Uds. La amistad que desde aquel lejano viaje nos une me temo que haya podido teñir de parcialidad la presentación que de mis supuestos méritos acaba de hacer. Mi mérito mayor es haber ganado entonces y haber mantenido viva hasta hoy una entrañable amistad, en la que entra destacadamente la sincera estimación que siento por sus posiciones de jurista completo y comprometido.

Mi discurso va a tratar del tema "La democracia y el lugar de la ley". Page 121

I La democracia como destino actual

Tras la espectacular autodisolución del comunismo, en el momento mismo en que se celebraba el segundo centenario de la Revolución Francesa, puede decirse que la democracia como forma de ordenación de las sociedades humanas ha pasado a ser un paradigma universal e indiscutido. Ninguna alternativa seria resulta visible. Frente a la compleja tipología de las formas de gobierno que, desde Platón y Aristóteles, reelaboró incansablemente la filosofía y la ciencia política, hoy es ya conciencia universal de que no existen sino dos formas de gobierno posibles: la democracia y la autocracia; la primera, el gobierno del pueblo con el consentimiento del pueblo, lo que implica que el poder político sea limitado y sus titulares revocables; y la segunda, la apropiación del poder por un hombre, o una casta, o un partido (político, religioso, étnico) minoritario que se autoproclaman titulares del poder, que ejercen sin límites jurídicos virtuales y sin someterse a renovación o revocación.

La democracia es, pues, nuestro destino. Sólo en ella se reconoce hoy la legitimidad del poder político. Todas las autocracias han de presentarse como transitorias, en virtud de determinadas situaciones de excepción, que de hecho ellas mismas provocan, de modo que no pretenden ya, tras el fracaso radical del marxismo, que fue la última doctrina que lo intentó, reclamar la fidelidad de las generaciones futuras.

La idea democrática ha sido en Occidente una creación de las dos grandes revoluciones de fines del Page 122 siglo XVIII, la americana y la francesa. Ésta tuvo que enfrentarse, desde el momento mismo de su aparición, con la coalición de todos los poderes tradicionales, que certeramente vieron en esa Revolución su enemigo mortal. Estos enfrentamientos se prolongaron durante veinticinco años (los últimos quince, contra Napoleón, autócrata él mismo, pero genuino servidor de dos de los grandes componentes del corpus revolucionario, la igualdad y el destacamento de la ley como pieza central de la ordenación social). Cuando, finalmente, Napoleón pudo ser vencido y las tropas aliadas acamparon en París, las viejas monarquías pretendieron una vuelta atrás pura y simple. Pero la Restauración, la propia Restauración monárquica francesa, incluso más, las monarquías vencedoras que no habían conocido en sus países ninguna experiencia revolucionaria, tuvieron que reconocer la superioridad de las nuevas ideas en los dos extremos, justamente, a que Napoleón las había reducido: la igualdad social, que rompió para siempre el abigarrado mundo desigual del Antiguo Régimen (estamentos, privilegios, fueros, casi todos prolongándose en el tiempo a través de la herencia), y el papel de la ley como instrumento de ordenación jurídica sistemática y de regulación del propio poder público. Este reconocimiento llevó a admitir, como el órgano propio de esos dos valores nuevos un órgano de representación, la Asamblea, que rendía igualmente tributo a la idea revolucionaria por excelencia, la idea de que la ley tiene que ser hecha por la voluntad común de sus destinatarios, si bien éstos quedaron Page 123 después reducidos (sistema censitario) a la clase poseedora y a los nuevos burgueses. Así se formó el sistema dualista, donde coexiste un extracto del principio democrático, presente, con todas sus limitaciones, en la Asamblea, y el principio monárquico, con neto predominio estructural de éste (pues a él se le reserva la convocatoria de elecciones y de las sesiones de las Cámaras, la disolución de éstas, la libertad de dar o negar la sanción regia a las leyes, el poder reglamentario independiente, que de hecho opera como un poder legislativo alternativo) el mando directo del Ejército y de los funcionarios.

Ese régimen dualista subsistió en Francia hasta la Tercera República y en el resto de Europa hasta la primera postguerra europea, 1918 (en España, hasta 1931). Sólo entonces, y en realidad sólo hasta la segunda postguerra, 1945, una vez vencidos los fascismos, y entre ellos el terrible nazismo, y descalificados todos los restos contrarrevolucionarios por su colaboración con el ocupante hitleriano, pudo decirse que el principio democrático quedó instaurado como único regulador del sistema político en todo Occidente (en España, ello no llegaría sino al fin del franquismo, edificado sobre la tremenda emergencia de la guerra civil).

Suele ser común reducir la idea democrática a un sistema de elección periódica de los gobernantes. Pero a nosotros, como iuspublicistas, nos interesa perseguir la idea misma democrática en las propias Page 124 estructuras jurídicas y, más aún, analizar éstas en sus relaciones, que son sustanciales, con ese aspecto más visible de la democracia que es la construcción de un poder representativo del pueblo. Sería un error reducir la democracia a unas determinadas prácticas electorales. La democracia postula inexorablemente una determinada organización del Derecho y de sus instituciones centrales. A este planteamiento vamos a dedicar algunas reflexiones.

II Los fundamentos teóricos de la democracia

Las fuentes doctrinales de la democracia están, sin duda alguna, en los grandes ilustrados de finales del XVII y del XVIII; son confesadamente sus ideas las que intentan plasmar en instituciones concretas los revolucionarios de los dos lados del Atlántico, son sus concepciones las que alimentan la magna operación utópica de construir una sociedad enteramente nueva, basada en la libertad y en la igualdad.

Examinaremos algún texto definitorio de ese sustracto de ideas. Uno ha de ser, evidentemente, John Locke, fuente primera de la Revolución americana, pero también (y no sólo a través de la influencia de ésta) de la francesa, sin perjuicio de que sus tesis habían contribuido poderosamente también a configurar las concepciones del segundo autor que citaremos, Rousseau. En su Two Treatises of Civil Government (§ II, 4, Page 125 19, 22, 95, esencialmente), Locke dice esto tan simple y cuyo alcance histórico resultará decisivo: "Para comprender correctamente el poder político... debemos considerar la condición natural de los hombres, esto es, un estado de perfecta libertad de ordenar sus acciones, de disponer de sus bienes y de sus personas como quieran, en los límites de la ley natural, sin pedir autorización a ningún otro hombre ni depender de su voluntad. Una situación también de igualdad, donde todo poder y toda autoridad son recíprocos, al no tener nadie más que los otros"... "Siendo los hombres por naturaleza, como ya hemos dicho, todos libres, iguales e independientes, ninguno puede ser extraído de esa situación y sometido al poder de otro sin su propio consentimiento, que es otorgado por el pacto con otros hombres para juntarse y unirse en comunidad para vivir cómodamente, en seguridad y con paz unos entre otros, en un disfrute asegurado de sus propiedades y en la mayor seguridad contra cualquier otro que no haya entrado en el grupo"... "La libertad del hombre en sociedad está en no situarse sino bajo un poder legislativo establecido por el consentimiento de la comunidad". Sobre las ideas de la igualdad y la libertad previas, además de objeto primordial del pacto...

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