Correr

Por Patricia Del Río. Periodista

Permitir que tus pies sigan moviéndose cuando el sudor no te deja ver lo que tienes al frente y las pantorrillas, al borde del calambre, ruegan por un descanso. Correr. Sentir que tu cuerpo entró en trance, que avanza por inercia casi al margen de tu voluntad y que no parará hasta llegar a la meta. Correr. Permitir que, mientras tus músculos trabajan sistemáticamente, con ritmo, tus ideas vuelan en tu cabeza hasta hacer del ejercicio algo placentero o, si la mente anda alborotada, convertirlo en una carga insoportable.

Hay pocas actividades tan pacíficas como correr. Pocos esfuerzos tan solitarios e incomprendidos como aquellos que realizamos para probarnos a nosotros mismos, para descubrir nuestras limitaciones. Eso lo entendí el día que vi a mi hermana María Luisa colocarse sus zapatillas y salir a correr por la selva de Santa María de Nieva. Tras ella iba siempre una patota de niños curiosos preguntándole: "¿A dónde vas, Marialuisita?”. Y claro, no había respuesta. Uno no va a ninguna parte cuando sale a hacer ‘footing’. Uno no escapa de nada o nadie que no sea uno mismo. Uno huye de su propia neura, de su propia ansiedad.

Las maratones convocan mucho curioso, precisamente, porque todos sabemos que durante las cuatro o cinco horas que dure la carrera veremos pasar a jóvenes, adultos, viejos, discapacitados, gorditos y flacuchentas convertidos en héroes de sí mismos. Veremos a gente como uno transformada en superhombres y supermujeres desafiando los límites de su propia resistencia. Los veremos cruzar la meta, tarde, maltrechos y exhaustos. Y nos conmoverá su esfuerzo y nos fascinará su debilidad, su fragilidad. Tan suya, tan nuestra, tan obvia.

Hay que ser realmente perverso para colocar bombas en la llegada de una maratón. Tal vez lo que más sacudió nuestras mentes en los atentados de Boston de esta semana no fueron las tres...

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