La ciudad de las chimeneas de plomo

Por Roxabel Ramón

En 1988 la comunidad campesina de Huay Huay ?ajustició? a un abigeo que quiso hacerse pasar por terrorista cuando lo descubrieron robando el escaso ganado. ?¡Es cupo para el partido!?, trató de sorprender el pillo, y los campesinos enfurecidos lo amarraron para darle una paliza, que, según dijeron luego, se les fue de las manos.

?Ha sido un mal golpe, sin querer ha sido?. Una semana después, cuando la policía de La Oroya -la ciudad más cercana- llegó hasta esas hostiles alturas de Yauli, la comunidad se negó a acusar a los autores directos del crimen (a lo Fuente Ovejuna).

Entonces, los agentes cargaron con los doce señores ?principales? del pueblo, incluido mi abuelo Nemecio, quien había sido varias veces alcalde de Huay Huay. Yo tenía cuatro años y recuerdo haber recibido la noticia con más fascinación que angustia: mi abuelo era un anciano severo, elegante e ilustrado gracias a unos libros viejos que una vez me había prohibido tocar y a una amarillenta colección de periódicos que, supongo, recibía con varios días de retraso.

Me costaba imaginarlo encarcelado, a él que a pesar de vivir en un pueblo pobre perdido en las punas vestía camisas insólitamente pulcras y zapatos insólitamente lustrados. Entonces insistí en que yo también quería viajar de Lima a La Oroya a visitarlo en su celda, pobrecito mi abuelito.

Mi papá se ocupó de la defensa legal de los comuneros de Huay Huay, y es así que nos quedamos a vivir en La Oroya por un mes. Un frío y pestilente mes.

NATURALEZA MUERTAUn buen recuerdo de ese mes es el lonche que servían cariñosas señoras con gorritos de lana en forma de cono, en sus puestos de plástico, al filo de la carretera: panqueques fritos y humeante café aguado en tazas de metal despostilladas. Usaban utensilios de aluminio y primus que emanaban olor a kerosene.

Dilataba cuanto podía ese lonche mientras apreciaba el gótico paisaje dibujado al frente: dos gigantes chimeneas que expulsaban abundante humo negro en un fondo de cerros pelados, de faldas en escala de grises. Naturaleza muerta. Rondaban perros flacos. Cada tanto frenaban cerca camiones o buses interprovinciales y en ese acto emanaban intenso olor a gasolina.

En las noches sin lluvia los niños de mi cuadra se juntaban a contar historias de terror minero. Una de ellas advertía que debíamos dormir sin medias -a pesar del frío-, pues si no el muqui (enano mitológico de los socavones) nos iba a jalar las patas. También hablaban de la viuda de un...

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