Valseando

AutorFernando De Trazegnies Granda
Páginas241-246
Valseando
Fernando
de
Trazegnies
Granda
Profesor
de
Filosofía
del
Derecho
de
la
i·acultad
de
Derecho
de
la
Pontrflcia
Universidad
Católica
del
Perú
"¡Ay!
Acuérdate,
Hermelinda,
de
esos
tiempos
pasados
...
".
Las
palabras
se le
escaparon
de
la boca casi
como
un
susurro
y
empañaron
el cristal
de
la
ventana
del viejo taxi.
l\"o
estaban
dirigidas
a
nadie
sino a él
mismo.
Hermelinda
había
muerto
muchos
años
atrás.
Pero
para
Felipe era
como
si siguiese a
su
lado,
como
si
lo
acompañara
ahora,
trotando
de
bache
en
bache
por
las calles
de
Lima, con la cabeza
cariñosamente
apoyada
sobre su hombro.
Se
acomodó
para
que
Hermelinda
estuviera
más
confortable y el asiento crujió.
ün
maldito
resorte
hundió
una
retorcida
rebelión
en
su
nalga
derecha.
El
taxi culebreaba a
gran
velocidad
entre
el
disparatado
tráfico,
mientras
Felipe
observaba
obsesivamente la calle. Pero
su
mirada,
como
un
pajarillo nervioso,
no
se
posaba
en
ninguna
parte.
Es
que
en
realidad
no
le
interesaban
para
nada
esos
transeúntes
de
caras
graves
que
salían
de
sus
oficinas,
luego
de
un
día
de
trabajo, fatigados
pero
con la satisfacción
de
haber
hecho algo
de
bueno
en
la
vida.
¡A la
mierda
con
ellos!
Simplemente
miraba
la calle
con
el
propósito
de
apoderarse
de
ella,
de
retenerla,
de
conservarla
cuando
menos
en
imagen;
quería
evitar
que
las
cosas
desaparecieran
a
medida
que
el coche avanzaba.
El taxi frenó
abruptamente
para
evitar
un
choque
con
un
"escarabajo"
rebosante
de
pasajeros
que
cruzó
la pista
sin
ninguna
contemplación. Caraja, ¡sería el colmo
que
un
día
como
hoy
terminara
con
un
accidente
automovilístico!
Pronto
el taxi
retomó
su
marcha
alucinante, al esquive
de
los
autos
que
encontraba
en
su
camino,
como
un
jugador
de
fútbol
que
lleva la
pelota
hasta
la
meta
sobrepasando
con
violentas
torsiones
de
cintura
a
sus
contrincantes.
r\o,
definitivamente,
después
de
haber
oído lo
que
había
oído
esa
tarde,
no
podía
resultar
involucrado
en
un
estúpido
incidente
callejero. ¡Habráse visto!
El
motor
del
auto
ronroneó
perezosamente
ante
el
estímulo
atorrante
que
le
impartía el taxista con
el
pedal. Afuera, la fina lluvia
limeña
desfiguraba
las
calles
y
envolvía
a
los
transeúntes
con
un
vaho
húmedo
y soñoliento. Las
ventanas
se
empañaron
y Felipe sintió
un
escalofrío.
?\o
soportaba sentirse encerrado. Limpió
afanosamente
el
vidrio con la
manga
de
su
saco a fin
de
recuperar
el
mundo,
un
mundo
que
se le
escapaba
a
cada
instante.
Sí,
acuérdate
Hermelinda
de
esos
días
que
fueron
felices,
cuando
yo
no
tenía
en
la
vida
otro
propósito
que
divertirme. A
pesar
de
tus
protestas,
me
reunía
todas
las
noches con los
amigos
del
barrio
y
nos
íbamos
a tocar y
cantar
en
los
jardines
de
la
\1agdalena.
Pedro
y Pepe
en
las guitarras, el
zambo
Lucho
con
su
cajón y yo
era
la
primera
voz, la estrella del
grupo,
a
quien
todos
querían
escuchar, a
quien
todos
llamaban
de
mesa
en
mesa
para
que
les cantara
una
canción.
¡Ah,
qué
tiempos! A las
ocho
de
la
noche
me
ponía
mi
terno
claro,
pantalones
al
tubo
y
una
corbata floreada.
Poco
después
escuchaba
el silbido
de
los
amigos
bajo
mi
ventana.
me
decías
que
no
fuera,
que
me
quedara
contigo esa noche,
todas
las noches. Pero yo
no
te hacía
caso.
El
arte
ante
todo; y
me
iba
con
la
patota
que,
instrumentos
en
la
mano,
asumía
la
dignidad
de
un
"conjunto criollo". Pero, ¡un
momento!
l\o
puedo
olvidarme
de
mis
anteojos
negros.
Tengo
que
ir a
buscarlos:
no
se
puede
cantar
música
criolla sin anteojos
de
sol,
aunque
sea
de
noche,
en
la
media
luz
de
una
peña.
Ya
los tengo,
vamos
ahora.
Los
cuatro
casi
llenábamos
un
colectivo a la Magdalena.
El
automóvil
recorría la Avenida
del
Brasil,
quejándose
en
cada
hueco
de
la calzada,
mientras
en
la
radio
un
gritón,
pobremente
acompañado
a la
guitarra,
pedía:
"Vengan
copitas
de
licor
sano,
vengan copitas sin
dilación".
¡Qué mal
gusto
tienen
los choferes
de
taxi! :\Jo
entienden
nada
de
música,
todo
lo
que
quieren
es
un
poco
de
ruido
que
los
acompañe
en
su
ambulante
soledad.
Pero al
llegar a la
peña
beberíamos
efectivamente
unas
copitas
de
buen
pisco, seco y volteado,
como
lo
toman
los
hombres,
para
entonar
el
espíritu
y mejorar la voz.
El
colectivo
nos
dejaba a
dos
o tres
cuadras
de
esa
pequeña
zona
de
ciudad
donde
se
agolpaban
las
peñas
criollas y
los
restaurantes-jardines.
Nosotros
entrábamos
sucesivamente
en
todos
los locales:
no
dábamos
exclusividad
a nadie. Todos
tenían
un
aspecto similar.
En
todos
había
a la
entrada
un
bar,
frecuentado
por
gente
joven
que
hacía
mucho
escándalo.
Ahí
'nos
reuníamos
los del oficio
dispuestos
a
rompernos
por
las
propinas,
y
cuatro
o cinco
borrachos
consuetudinarios
ampliamente
conocidos
por
la casa. Los
mozos
salían
de
la cocina
con
los
platos
de
comida
humeante,
atravesaban
el
bar
con
mucha
prisa y llevaban
sus
manjares
al
patio
donde,
bajo las
pérgolas
cubiertas
por
parras
cargadas
de
sabrosos
racimos,
estaban
las
mesas
de
los comensales,
iluminadas
por
velas,
entre
macetas
de
helechos y
jardineras
de
geranios.
En la
mesa
central,
un
calvo
un
tanto
de"en('1jado,
con
cara
de
antiguo
empleado
de
Banco,
discurseaba
copa
en
mano
festejando el
cumpleaños
de
la
abuela
quien,
rodeada
de
hijos y nietos,
miraba
con aire
complacido
todas
esas
ramas
de
familia
que
había
abierto con los
entusiasmos
nocturnos
que
le
había
despertado
en
su
tiempo
el abuelo.
Un
poco
más
allá,
una
parejita
muy
tomada
de
la
mano
celebraba
su
aniversario
de
matrimonio.
Y,
en
la
mesa
más
apartada,
en
medio
de
la
penumbra
del
rincón,
un
gerente
afanaba
a su secretaria
con
una
insistencia
digna
de
jugador
de
fútbol
de
la
Alianza
tratando
de
meter
esa
noche
un
gol
por
donde
pudiera
y
como
pudiera.

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