Las políticas de competencia: ¿por qué y para qué?

AutorAlfredo Bullard González
Cargo del AutorProfesor de Derecho Civil y Análisis Económico del Derecho en la Pontificia Universidad Católica del Perú y en la Universidad Peruana de Ciencias Aplicadas
Páginas923-959

La presente sección se basa en el artículo «Las Normas de Protección de la Libre Competencia en el Perú» publicado en Anuario de la Competencia. Fundación ICO. Marcial Pons, Ediciones Jurídicas y Sociales S.A. Madrid. Barcelona. 1999. El autor desea agradecer el aporte de Alejandro FALLA y Christian CHÁVEZ en el desarrollo de esta sección.

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Había una vez un rey que, impulsado por las quejas del pueblo sobre el elevado precio del pan (producto de primera necesidad), decidió fijar el precio de este producto en x, es decir, estableció un control de precios. Al día siguiente, los panaderos cambiaron la harina con la que hacían el pan por una de menor calidad, esto los ayudó a reducir costos y a ganar más. Tuvo que darse, entonces, otro decreto por medio del cual se estableció el tipo de harina y la calidad que debía tener el pan; la consecuencia de esta medida fue que los panaderos redujeron el peso del pan para poder ganar más. A raíz de esto, se dio un decreto que determinó cuál debía ser el tamaño y el peso del pan, razón por la cual los panaderos optaron por poner una fruta confitada encima del pan convirtiéndolo así en un pastel, el cual, justamente por no ser pan, estaba libre de todos los controles. El rey no tuvo más remedio que extender la aplicación de las normas regulatorias del peso, precio y calidad del pan a los pasteles; y los panaderos contrarrestaron esta medida creando la regla de que para poder comprar pan era obligatorio comprar también leche, la que no estaba sujeta a controles de precios. Finalmente el rey, perdió la paciencia y estatizó las panaderías. Page 924

Si seguimos atentamente la secuencia, es fácil percatarnos de que una vez que el rey decidió dar ciertos pasos le resultó imposible dejar de dar otros. Ese es uno de los problemas que genera una regulación sectorial como la que existe en telecomunicaciones, energía eléctrica, infraestructura de transporte o agua y saneamiento. Crean esta suerte de espiral regulatorio del que no es fácil salir. El derecho de la competencia es una alternativa a esta conducta, que evita caer en el espiral. Es una alternativa porque no apunta al resultado del mercado, sino que se concentra en el proceso. Esta diferencia es esencial porque cuando cometemos el error de pensar que el control del resultado es la opción correcta, asimilamos el derecho de la competencia a las normas de regulación sectorial y con ello lo desnaturalizamos. Las normas de regulación sectorial están diseñadas para asegurar un resultado; cuando de ellas se trata es correcto pensar en tarifas, calidad, estándares, etc. El derecho de la competencia tiene otra finalidad que es proteger el proceso y no el resultado. Sin embargo el Derecho de la Competencia no está libre de caer en la misma espiral en la que cayó el rey de nuestra fábula, y convertirse en una suerte de regulador que distorsione la economía, como veremos más adelante.

El derecho de la competencia es al mercado lo que el sistema electoral es a la democracia. Los procesos de reforma económica se asemejan a los procesos de reforma política. Mientras que los procesos de reforma política democrática requieren, entre otras cosas, del desarrollo de un sistema electoral confiable y transparente que garantice que la voluntad de los ciudadanos va a reflejarse en la elección de las autoridades políticas deseadas por la mayoría, los procesos de reforma económica requieren del desarrollo de un sistema que garantice la confiabilidad y la transparencia de las elecciones económicas de los ciudadanos, tanto empresas como consumidores, es decir que garantice su posibilidad de hacer lo mejor posible para ellos mismos.

Los sistemas que confían en el mercado como asignador de recursos escasos parten del presupuesto de que es la decisión individual la que debe ser asegurada como medio para lograr el bienestar general. La «democracia del mercado» requiere por tanto de una garantía de que las «elecciones» de productos y servicios nos van a llevar a resultados que reflejen la «voluntad popular» de los consumidores.

Los sistemas electorales, en lo político, son considerados justos no precisamente por el sentido de sus resultados, sino por la transparencia con la que dichos resultados se obtienen. Un sistema es democrático no porque elige al mejor gobernante, sino por que elige al que la mayoría quiso elegir. De la misma manera un sistema de mercado debe de ser considerado justo no por sus resultados concretos, por el éxito de un producto sobre otro, sino porque estos resultados reflejen las preferencias concretas de los consumidores. Page 925 No se trata de juicios de valor sobre lo que se decide, sino de la posibilidad de elegir libremente como valor en sí mismo. De allí se deriva el grado de institucionalización: de la confianza que despierta en los ciudadanos como sistema transparente, que trata igual a las personas y en el que a cada uno se le permite hacer lo mejor que pueda.

La confiabilidad que el sistema político debe generar se sustenta en la existencia de un Poder Electoral autónomo y técnico, capaz de resistir la presión política, ajeno a la decisión de coyuntura y con capacidad de considerar su propia institucionalidad como el valor más importante a proteger.

Un sistema económico requiere también de una actuación estatal autónoma y técnica, que no fuerce o determine resultados específicos, sino que deje ello a los agentes económicos, teniendo una capacidad real de resistir no solo la presión política, sino la presión de los grupos económicos, y que confía en el desarrollo de la institucionalidad como su función principal, no dejándose capturar por la coyuntura del momento.

Así el rol del Estado frente al mercado se asemeja al del árbitro de una competencia deportiva. Si bien hay reglas escritas, se requiere alguien que las aplique generando confianza y respeto entre los jugadores. Las reglas no condicionan un resultado, sino que establecen un marco para que sean los equipos los que lleguen al resultado.

La visión en la que se deben basar las políticas de competencia actualmente debe ser contrastada y diferenciada de una concepción intervencionista del Estado. La constatación más evidente que se deriva del derrumbe de los modelos intervencionistas es la incapacidad del Estado para hacer prácticamente cualquier cosa. Y ello debería ser su fundamento conceptual. El Estado es una estructura incapaz de crear y responder a incentivos para desarrollar una actividad eficiente. Parecería que es el sector privado el que siempre puede hacer todo mejor. Sin embargo, hay algunas cosas que, aunque el Estado haga mal, debe seguir haciendo: la seguridad interna y externa, la provisión de bienes públicos, la emisión de moneda, la persecución penal de los delincuentes, la solución de conflictos entre particulares que no han encontrado un mecanismo alternativo, son algunos ejemplos. Hoy día, sin embargo, hacer esta lista es cada vez más difícil. Día a día son más las cosas que dejamos de lado como «inherentemente estatales» e incluso muchos de los ítems señalados están bajo una inmensa sombra de duda.

Un área en la que estas dudas son enormes es el Derecho de la Competencia o las normas antimonopolios. ¿Debe el Estado intervenir, perseguir y sancionar los monopolios? ¿O sólo debe sancionar ciertas prácticas desarrolladas por ellos? ¿No puede acaso el mercado solucionar estos problemas de mejor manera? ¿No sería mejor olvidarnos de esta función del Estado? En otras palabras: ¿debe la caída del muro de Berlín arrastrar tras de sí Page 926 este rol del Estado, dejando a los mecanismos de mercado en total libertad para crear y destruir los monopolios?

Históricamente, las regulaciones antimonopólicas han sido una suerte de pariente cercano del intervencionismo estatal. Es más: gran parte del discurso ideológico del socialismo se ha basado en la necesidad de destruir los monopolios privados, que son una suerte de «creación natural» del sistema de mercado. Por ello, muchas legislaciones y la jurisprudencia de diversos países han considerado que las regulaciones antimonopólicas son un mecanismo para destruir a las empresas grandes. Ello llevaba a considerar que era el Estado el que mejor podía decidir cuál era el tamaño óptimo de una empresa y que, en consecuencia, el mercado era incapaz de llevar a cabo esta misión.

El gran problema con esta aproximación es que aquello que llamamos «tamaño» suele ser el nombre lego que le damos a un concepto más técnico: el de eficiencia. Las empresas crecen normalmente cuando son más eficientes que sus competidores y no pueden mantener su tamaño cuando se tornan más ineficientes. El Estado debía, entonces, discriminar entre situaciones en que el tamaño obedecía a la eficiencia de la empresa y las extrañas excepciones en que ello no era así, labor prácticamente imposible de cumplir con precisión.

Lo que hemos dicho no...

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