Un papá en Chosica.

AutorMaldonado, Eduardo
CargoHISTORIAS URBANAS - Cuento corto

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La Fiesta de las Cruces secuestra cada mayo la pequeña plaza frente a nuestra casa. En el rito, cientos de inmigrantes andinos que ahora viven en Chosica suben en hombros una cruz de madera a lo más alto del cerro San José. Más tarde, ya ebrios, bajan bailando al ritmo de una banda vernácula. Papá también es andino, pero en estos días se empeña en obviarlo. Mira por la ventana, como un limeño tras celosías, jalando un poco la cortina. Antes disfrutaba el espectáculo moviendo los pies o tarareando las melodías. Ahora solo muestra un rostro de sorpresa que trata de ocultar quizá su nostalgia.

Papá no es un padre clásico. No es el líder del hogar empecinado en hacer de sus hijos un remedo suyo. Por el contrario, se ha esforzado durante dos décadas por ser más como nosotros y menos como él. Es un hombre sin tierra, sin procedencia. Desciende de una tradicional familia tarmeña, pero nació en Oxapampa. Su niñez trascurrió viajando por las carreteras peruanas ya que su padre, mi abuelo, transportaba insumos para una mina. Vivió muchos años en Arequipa, donde se educó y de donde provienen sus mejores recuerdos y su volcánico humor. Luego de muchos años, la familia ancló en Chosica, una pequeña villa creada para limeños enfermizos y deprimidos que buscaban alivio en su aire puro y clima cálido.

Quizá sea esa falta de pertenencia lo que hizo que papá, al conocer a mi madre, se entregara voluntariamente a la familia de ella, relegando la suya propia. Mamá fue el ancla que necesitaba. Una criolla de Breña que emigró junto a toda su familia a Chosica, obligada por los problemas respiratorios de sus hermanos. Su padre era dentista y su madre una ama de casa de Barrios Altos, capaz de reconocer tantas razas entre la gente como dedos de su mano. Los modales, aspiraciones y formas de ver la vida de esta familia de clase media encandilaron a papá, que emprendió un largo y sostenido proceso para desterrar sus costumbres, y con ellas, sus lazos familiares. Hace tres años papá decidió romper todo vínculo con sus parientes, de quienes no sabe nada desde entonces.

Pero esa actitud no es nueva en su familia. Además de la nariz aguileña, papá heredó de Octavio Maldonado una extraña necesidad de aculturarse, un afán por dejar de lado un pasado que consideran inferior. Su historia se parece a una novela mexicana con inversión de géneros, en que un varón sin perspectivas de vida encuentra a una mujer cuyas costumbres y modales lo llevan a ordenarse y forjar un futuro con ella. Para que la historia sea del todo exitosa, es preciso romper con el pasado de penurias y caos. Mi padre y mi abuelo lo hicieron, sin miramientos ni pena.

El abuelo es el segundo hijo de una humilde familia del distrito de La Unión, en la provincia de Tarma. Su padre era carpintero y tenía la esperanza de que su primogénito continuara con el negocio. Para mi abuelo, nadie había previsto nada.

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Durante una de sus visitas al pueblo, el abuelo conoció a quien se convertiría en su esposa, la hija mayor de una importante familia de la zona, descendiente de los Runachagua, últimos caciques de La Unión.

Ese hecho cambió su vida. Dejó en manos de su hermano todo lo que viniese de sus padres y, con pocas monedas en el bolsillo, enrumbó a Lima. Se incorporó al servicio militar, donde permaneció dos años. Allí aprendió a conducir. Al salir del cuartel consiguió un empleo como transportista de insumos para las minas de una acaudalada familia limeña. Cogió sus cosas, las de su mujer y empezó su éxodo por el Perú. Jamás sintió pesar por dejar el terruño.

Una tarde, mientras tomábamos lonche en su vieja casa de Huarochirí, el abuelo me contó algo que me causó escalofríos: luego de salir de su tierra nunca volvió a ver a su familia. Un par de años antes, mi padre lo acompañó en un viaje a Tarma, donde visitó la tumba de su madre. La visitaba ya muerta, pues nunca volvió a verla con vida luego de marcharse. Me confesó también, con total naturalidad, que su hermano mayor vivía en San Martín de Porres, que el negocio de carpintería de su padre quebró y que el hermano terminó hundido en el alcoholismo. Sabía que sobrevivía gracias al apoyo de sus hijos. Estaba enterado de todo, pero no lo había vuelto a ver desde esa mañana en que dejó el hogar.

El abuelo fue adoptado por la familia de su esposa, y cuando ella murió, se quedó solo. Un vals limeño que mi abuela materna suele cantar dice: "Por ti he perdido a mis padres, por ti la gloria perdí, ahora me vengo a quedar, sin padres, sin gloria y sin ti". Parece la historia resumida del abuelo, que ahora solo tiene sus lonches, sus periódicos, su radio y su inalterable rutina, que lo mantienen vivo a pesar del desinterés de sus hijos y nietos.

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