Defensa de la Constitución y estados de emergencia: breves reflexiones contextuales

AutorMiguel Carbonell
CargoInvestigador del Instituto de Investigaciones Jurídicas de la Universidad Nacional Autónoma de México
Páginas615-625

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I El 11-S y el derrumbe de los derechos

De acuerdo con algún modelo ideal, la narración histórica de una determinada época debe hacerse cuando exista la distancia temporal suficiente para poder contar con los elementos objetivos necesarios para hacer una correcta valoración de su impacto. Es decir, entre el hecho histórico y su narración debe mediar un cierto número de años. Esto tiene justificación en la medida en que el transcurso del tiempo nos permite evaluar probablemente con mayor objetividad un determinado acontecimiento, por un lado, y por otro nos permite tener claridad sobre la importancia del mismo, ya que la cercanía temporal nos puede hacer pensar que estamos ante un hecho muy importante del que, sin embargo, pasados unos años ya nadie se acordará.

¿Cómo enfrentar, en este contexto tan delicado, el tema del presente de los derechos fundamentales a partir de la enorme herida que supusieron los ataques terroristas del 11 de septiembre y sus posteriores secuelas en Londres, Madrid y muchas otras ciudades? Partamos de una certeza: desde el 11-S cambiaron o se pusieron a prueba varias de nuestras concepciones sobre los derechos y se ha impuesto una nueva forma del discurso político que ha acorralado a algunos de esos derechos en nombre de la «seguridad nacional» o incluso de la «seguridad global o mundial». ¿Qué tan profundo ha sido ese cambio?, ¿las ideas de la derecha militar estadounidense, que durante años ha ocupado el gobierno de ese país, podrán imponerse más allá de sus fronteras o incluso dentro de una nación como los Estados Unidos, que tiene entre uno de sus valores sociales más arraigados a los derechos fundamentales?

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Quizá es demasiado pronto para poder realizar un diagnóstico concluyente. Pero por lo que hasta ahora se observa, el 11 de septiembre será una fecha que recordaremos como un día de luto en materia de derechos, pues junto con el derrumbe de las Torres Gemelas y la muerte de casi 3,000 personas vimos caer también varios de nuestros más consolidados logros en dicha materia.

En las siguientes páginas me gustaría discutir acerca de la guerra que parece haberse instalado de nuevo como un recurso al alcance de los Estados poderosos, por un lado, y por otro sobre la «normalización» que estamos presenciando del fenómeno de la emergencia constitucional; tal parece que los gobernantes pudieran utilizar el miedo a los ataques terroristas como una suerte de recurso permanente para dominar a sus ciudadanos.

Parece estarse dando, a partir de ambos fenómenos, un cambio de mentalidad importante respecto de nuestras concepciones anteriores al 11-S. Lo que está en juego, en definitiva, es la posibilidad de seguir defendiendo los valores constitucionales tal y como hasta ahora los hemos entendido. Cualquier análisis sobre el tema de la defensa de la Constitución debe hoy en día, lamentablemente, partir de la idea de que las coordenadas básicas de estudio han cambiado, quizá de forma profunda. Veamos estas cuestiones con mayor detalle.

II Guerra y derechos fundamentales

Hay fenómenos sociales frente a los que los juristas guardan un increíble silencio. Tal parece que el Derecho, como orden rector de la convivencia, no tuviera nada que decir ante los problemas de este mundo y se contentara con escarbar en los significados posibles o imposibles de tal o cual artículo del código civil.

Uno de esos fenómenos ante los que los juristas parecen haber claudicado es el de la guerra; el silencio ha sido la regla de actuación de muchos desde hace más de diez años, con ocasión de la primera guerra del Golfo, y luego en los numerosos conflictos armados que se han dado en los tiempos recientes (desde la intervención en la Ex-Yugoslavia hasta la reciente guerra de Irak). ¿Es que frente a la guerra el derecho no puede aportar nada?, ¿es que los juristas no somos capaces de procesar desde las coordenadas de nuestra disciplina científica eventos tan miserables?1

No faltarán los que digan que estudiar la guerra desde la óptica jurídica equivale a perder cualquier rastro de cientificidad, puesto que el análisis jurídico debe permanecer, como bien lo enseñó Kelsen, «puro» y limitarse al mundo de las normas jurídicas, sin hacer caso de otros fenómenos «extra-jurídicos». Pero a lo que llevan esas posturas es a la claudicación de la ciencia jurídica frente a un fenómeno gravísimo, en el que se ponen en juego diversos y muy relevantes bienes jurídicos (comenzando por el bien jurídico de la «paz»).

Seamos claros: la guerra es la negación más radical y absoluta de los derechos fundamentales. No hay ninguna posibilidad de librar una guerra de «carácter humanitario» o una guerra que tenga por objeto defender los derechos. Quien sostenga esa posibilidad miente o intenta engañar a su auditorio. Guerra y derechos son, bajo cualquier prisma que se quiera emplear, incompatibles. «La guerra -escribe Luigi Ferrajoli-es la negación del derecho y de los dere-

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chos, ante todo del derecho a la vida, así como el derecho, fuera del cual no es concebible ninguna tutela de los derechos, es la negación de la guerra» 2.

La guerra de agresión, explica Ferrajoli, estaría prohibida desde la promulgación de la Carta de las Naciones Unidas, que limita las intervenciones bélicas exteriores a las «guerras de defensa», las cuales pueden ser autorizadas por el Consejo de Seguridad cuando concurran determinadas circunstancias. Dicha Carta, en su artículo 2.4 establece la prohibición de la «amenaza y uso de la fuerza», a efecto de atentar «contra la integridad territorial o la independencia política de cualquier Estado, o en cualquier otra forma incompatible con los propósitos de las Naciones Unidas»; esta prohibición es omnicomprensiva, de modo que a partir de ella podemos decir que cualquier utilización de la fuerza armada de un Estado para atacar a otro es ilícita 3. El mismo artículo 2 de la Carta impone la obligación de resolver las controversias internacionales por medios pacíficos, sin que se ponga en peligro la paz y la seguridad internacionales.

Para que se surta la hipótesis de una guerra de defensa, prevista por el artículo 51 de la Carta, se requiere de un ataque previo o inminente y la respuesta debe atender los principios de necesidad, inmediatez y proporcionalidad 4. Es de puro sentido común: para que exista una guerra de defensa es necesario que se haya dado una agresión previa de la que defenderse, o que se trate de una agresión inminente, basada en datos objetivos que acrediten suficientemente la realidad del peligro. Dicha agresión no puede consistir en los ataques terroristas perpetrados con aviones comerciales en Nueva York y Washington en septiembre de 2001, ya que la información sobre sus autores remite a una banda terrorista internacional (Al-Qaeda), que opera en muchos países y cuyos líderes no son funcionarios públicos, gobernantes o militares de un Estado. Tampoco constituían un riesgo inminente las supuestas «armas de destrucción masiva» que según el gobierno de Estados Unidos almacenaba Sadam Hussein, pues tales armas no pudieron ser localizadas por los inspectores de la ONU, que son la fuente más fiable de información en esta materia 5. De hecho, con el paso del tiempo los gobiernos involucrados en la guerra de Irak han terminado por reconocer que tales armas eran inexistentes y que, en esa virtud, las razones esgrimidas para la invasión no tenían fundamento. Todo fue un gran engaño, muy bien planeado y dirigido por la administración del gobierno de Bush.

No sobra recordar que la guerra está tipificada como delito en el Tratado de Roma que crea el Tribunal Penal Internacional, lo cual refuerza la idea de que la guerra está prohibida y por tanto no puede ser bajo ninguna hipótesis una guerra lícita.

Por desgracia, la retórica sobre la necesidad y la legitimidad de la guerra parece estarse asentando en la opinión pública de un número importante de países; sobre todo en aquellos en los que el debate público sobre el tema no ha sido muy vigoroso, como es el caso de México. Una parte importante de ciudadanos puede verse confundida al oír en los medios de comunicación justificaciones de la guerra (patrocinadas por los gobiernos y por las grandes

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empresas que obtienen jugosos contratos bélicos durante la guerra y de reconstrucción una vez que concluye), sin que las voces en contra se aseguren de ocupar también un espacio en la esfera pública de discusión. En este contexto, se podría estar asentando una especie de justificacionismo de acuerdo con el cual la guerra habría tomado carta de naturaleza como medio de solución de las controversias internacionales. Frente a esto, autores como Ferrajoli denuncian como falsas las premisas que han justificado las intervenciones armadas de los últimos años y expone una batería de argumentos para demostrar su carácter anti-jurídico e inmoral.

Es falso que tales intervenciones se apoyen en el viejo concepto de «guerra justa» que durante siglos fue utilizado para valorar una intervención armada. Ese concepto fue creado y bien o mal aplicado para guerras muy distintas a las que se libran en la actualidad 6.

Las guerras actuales tienen efectos devastadores y aniquiladores sobre la población civil; las guerras antiguas limitaban sus efectos a los adversarios, pero nunca tuvieron la capacidad de aniquilar totalmente al enemigo, al que más bien había que doblar para que se rindiera. Las guerras antiguas se llevaban a cabo entre Estados o entre un Estado y un territorio, es decir, entre poderes formales y más o menos identificados.

Actualmente las guerras se celebran por un país o por una coalición de países en contra de «ejes del mal», de «grupos subversivos» o «redes terroristas» que nunca son plenamente identificados, ni en cuanto a su ubicación territorial ni en cuanto a sus...

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