El modelo de familia garantizado en la Constitución de 1993

AutorAlex Plácido
CargoProfesor del Departamento Académico de Derecho de la Universidad del Pacífico
Páginas77-108

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I Preludio

En el marco del derecho constitucional, es interesante señalar que, en su origen, la ideología de los derechos humanos fue totalmente ajena a los derechos de la familia. En efecto, en la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano no existe referencia alguna a preocupaciones o problemáticas de orden familiar. Las palabras claves son libertad, igualdad, propiedad y seguridad; el domicilio no es el lugar donde reside la familia sino aquel donde vive el hombre, y la mujer es ignorada por completo en el texto de la declaración.

Esta deliberada omisión ha sido subsanada a lo largo del tiempo mediante sucesivos y complementarios instrumentos internacionales que realzan el papel fundamental de la familia en la sociedad y en la formación de los hijos, y le reconocen y garantizan una adecuada protección en sus más diversos aspectos y manifestaciones.

Desde esta perspectiva, las convenciones internacionales refieren hoy en día lo que se ha dado a llamar derecho a la vida familiar. Así, se resalta que la familia es el elemento natural1y fundamental2de la sociedad y que, por ello, toda persona tiene derecho a fundar una3y todo niño a «crecer en el seno de la familia, en un ambiente de felicidad, amor y comprensión» para el «pleno y armonioso desarrollo de su personalidad»4. De allí que el Estado deba asegurar a la familia «la más amplia protección y asistencia posibles, especialmente para su constitución y mientras sea responsable del cuidado y educación de los hijos a su cargo»5.

La interacción entre el derecho constitucional, el derecho internacional de los derechos humanos y el derecho de familia se comprueba desde el papel extensivo de los derechos humanos —uno de los ejes del sistema constitucional— en el ámbito de las relaciones familiares que se ven incididas y eventualmente modificadas por su presencia, y es el principal motor de la evolución del derecho de familia6.

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Ahora bien, una de las principales características de los enunciados normativos que reconocen los derechos fundamentales es su indeterminación lingüística. Así, fórmulas como «derecho a tener una familia» implican que en algún momento debe establecerse —o determinarse— en qué consiste «la familia». Y es que la configuración que debe recibir el derecho de familia tiene que partir de una concepción de lo que es familia.

Resulta evidente que las normas constitucionales no reconocen instituciones carentes de contenido. Por tanto, para determinar el concepto constitucional de familia, se debe admitir que esta es el fruto de la interacción de diversos factores que repercuten en su estructura y composición y que, por ello, ha sufrido notables transformaciones a lo largo del tiempo que han influenciado en la evolución del derecho de familia.

Este contexto obliga a considerar que tales transformaciones tienen una incidencia directa en la caracterización del modelo constitucional de familia, el que debe ser esbozado como uno receptivo desde el pluralismo y la tolerancia, y considerando el principio pro homine que busca dar mayor vigencia a los derechos humanos.

II El modelo de familia garantizado y su protección constitucional

Se ha hecho relativamente frecuente la afirmación de que la Constitución carece de un modelo de familia y que se muestra abierta a distintos tipos de familia cuya determinación queda a criterio del legislador. Nada más contrario, a nuestro parecer, de lo que resulta del texto constitucional con más que suficiente evidencia.

Hay, desde luego, ciertos aspectos que no quedan constitucionalmente determinados y cerrados, por lo que, como ocurre con el común de las instituciones de relevancia constitucional, lo que se denomina «modelo de familia» no queda totalmente fijado, como sería lógico, en el plano constitucional. Pero eso no quiere decir que no haya un modelo constitucional.

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La Constitución contiene unos cuantos elementos —pocos, pero muy decisivos— sobre lo que entiende por familia, y ese es el modelo de familia constitucionalmente garantizado, el que está sujeto a la interacción de diversos factores que repercuten en su estructura y composición y que, por ellos, ha sufrido notables transformaciones a lo largo del tiempo7.

Algo parecido podríamos decir sobre el modelo de propiedad, el sistema económico, el educativo, el laboral, etc. Constituye, pues, una falacia afirmar que el legislador puede modelar a su gusto la familia8. Hay límites y exigencias constitucionalmente infranqueables, y aquí vamos a dar cuenta de ellas.

Ahora, la profusión de referencias relativas a la familia y a su protección que aparecen en la Constitución invita a preguntarnos por el porqué de ese empeño constitucional protector, un interrogante que también podríamos llevar al plano de la Declaración Universal de Derechos Humanos y demás instrumentos jurídicos internacionales ya citados. También podríamos preguntarnos por qué ese énfasis en estos textos en el carácter de la familia como elemento natural y fundamental de la sociedad, que parece situarse como causa de su derecho a la protección de la sociedad y del Estado.

¿Qué es lo que hay en la familia para que se la reconozca como algo natural —exigido por la naturaleza misma del ser humano, parece querer decirse— y como algo tan fundamental para la sociedad toda? Un interrogante que nos invita a identificar sus funciones específicas y a intuir que será en ellas donde radique su especial relevancia social y pública. Aunque quedará aún por aclarar por qué se enfatiza la necesidad de disponer en su favor de una especial protección social y estatal, lo que da a entender que se supone una especie de congénita

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fragilidad o debilidad en tan fundamental realidad, que reclama esa especial protección.

Si pensamos que la familia se enraíza en la necesidad de atención personal que requiere todo nuevo ser humano hasta llegar a ser adulto, no es difícil situar ahí la clave del carácter tanto natural como fundamental que tiene para el hombre y para el conjunto de la sociedad. Pocas cosas más importantes para la dignidad del ser humano, fundamento último de todo el derecho, que el modo y circunstancias en que es procreado, dado a luz, criado, cuidado y educado hasta que adquiere la capacidad de valerse por sí mismo. Todas esas fases determinan en altísimo grado la identidad de cada persona humana, su intimidad personal, sus referentes y sus actitudes más básicas y vitales. Si hay algo por lo que la sociedad y los poderes públicos deben velar para que ninguna persona sea tratada como cosa sino cabalmente como persona es ese proceso en el que toda persona humana es débil, frágil y moldeable.

La naturaleza revela lo que la filosofía intuye como sabio designio divino de que todas esas delicadas funciones, necesarias a todos los hombres, se lleven a cabo con la especial actitud de entrega y dedicación que es propia del amor, entendido como entrega incondicionada al otro por ser quien es, por su persona, con el que, en consecuencia, se experimenta la realidad de una vinculación indestructible, inalterable en lo esencial por ninguna circunstancia ni cambio alguno. Nadie en la familia debería ser nunca objetivado como cosa. Debería ser el ámbito donde cada uno se experimenta aceptado y tratado como persona, como quien es, por lo que es, y no por lo que tiene o lo que puede hacer o dar. La generación humana debería así producirse en la relación de amor, y todas las operaciones ulteriores de atención a la nueva vida humana deberían ser proyección de esa misma afirmación amorosa de la persona del otro sentido expuesto.

Por eso mismo la familia, constituida sobre tales bases, se encuentra en condiciones de asumir otras funciones no menos importantes para el bienestar físico, la estabilidad psíquica y la seguridad personal de las personas, también en su edad adulta, y, desde luego, en situaciones de enfermedad, minusvalía o decaimiento por la vejez. De eso se hace eco la Constitución en el artículo 49.

Ocurre, sin embargo, que la experiencia demuestra que, por muy diversas causas, la realización efectiva de lo que debería ser la familia para que cumpla sus funciones esenciales resulta amenazado

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por comportamientos que tienden a separarse de lo que la familia requiere y que, no sin frecuencia, tienden además a justificarse con replanteamientos teóricos tendentes a difuminar o a desfigurar los constitutivos esenciales de la familia, buscando una aceptación moral, social e incluso jurídica no inferior a la que pueda reconocerse a los comportamientos conformes con las exigencias naturales de la familia, por ser un campo que, precisamente por lo dicho, afecta a las estructuras más íntimas del ser personal y mueve, por ello mismo, las más hondas pasiones humanas, provoca y desata actitudes y confrontaciones de gran densidad emocional y complejidad psicológica.

De ahí la debilidad congénita de la familia y la necesidad de su protección social, económica y jurídica. El ordenamiento jurídico es un medio limitado que no podrá aspirar con eficacia y sin serias dificultades de todo tipo a imponer sin más el orden natural necesario a la familia, y habrá incluso de permitir comportamientos contrarios a ella, al menos algunos. Pero el poder público no puede abdicar de su deber de favorecer en cuanto pueda a la familia, protegiéndola en la mayor medida posible. De ahí el tenor del mandato constitucional del artículo 4 y el alcance que deba reconocérsele.

Sin que en este momento vayamos a pretender precisar todo su alcance, de lo que no cabe duda es de que, además del cumplimiento de las garantías constitucionales específicas que la Constitución concreta en otros preceptos, el deber de protección exige al Estado adoptar las medidas necesarias para el mejoramiento de la situación material y moral de...

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