Mariano Amézaga

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MARIANO AMÉZAGA
(Lima, 1834-1894)
FUE UN HEREJE contra todos los dogmas que inmovilizan nuestra sociedad. Tuvo
como arma su racionalismo y como escudo su moral que resistió la angustia
económica, la persecución y el vejamen. Hizo sus estudios en el Convictorio de San
Carlos, para pasar posteriormente a la Facultad de Jurisprudencia de la Universidad
de San Marcos, donde optó el grado de doctor en 1860 a la edad de 26 años. Recibió
el magisterio de Francisco de Paula Gonzáles Vigil, la influencia del desterrado
chileno Francisco de Bilbao y el ejemplo romántico de Enrique Alvarado. De ellos
aprendió a enfrentar la corrupción política, la discriminación económica y la
intolerancia religiosa. Como abogado, inauguró un sistema ético singular, que repetía
como oración de fe profesional: «...sólo defenderé los casos que contengan justicia»,
que cumplió en las más angustiosas situaciones económicas. Por ello, su inteligencia
jurídica se limitó a defender a desdichados ancianos, mujeres maltratadas,
menesterosos y pordioseros; cumpliendo a cabalidad con su deontología profesional
al ser considerado en el foro limeño como el «abogado de los pobres».
En su formación ideológica recibió el impacto de Kant en filosofía, de
Krause en moral y de Rousseau en política. Del alemán asume sus doctrinas
racionalistas y sus máximas morales y del ginebrino su radicalismo democrático.
Influido por el positivismo, que rechaza la metafísica, se enfrentó a la sólida
Iglesia Católica, como señala su biógrafo Hugo Garavito «no se limitó a una
oposición intelectual abstracta a la iglesia, sino (...) se enfrentó a quienes en nombre
del dogma del pecado original querían impedir que los hijos adulterinos ingresen al
Colegio de Abogados». Su polémica con la iglesia, deterioró sus relaciones con el
Estado, lo cual le privó del empleo de receptor de contribuciones en el Callao, por
orden expresa del Presidente Balta en 1871. Prefirió el calvario que el reposo, la
lucha que la inercia. Como reconoce el joven José de la Riva Agüero tuvo el valor
del apóstol, pues: «atacó a la religión católica en época de horrendo fanatismo, en
que el propagandista de incredulidad se reducía a la condición de paria». Quiso
combatir a un Dios y sobre sus cenizas levantar otro llamado Razón.
Creía que la mejor comunicación con ese nuevo mito era la escuela, en ella
debían incorporarse todos los progresos: «un poco de mecánica y de física nos
aprovechará más que toda la Filosofía y la Teología de muchos millones de años» y
sentenciaba: «Es preciso, pues, que empuñemos el microscopio de los tiempos
modernos, y que, dejando de ser tan filósofos, teólogos o jurisconsultos, seamos un
poco más voluntariosos y prácticos». En política fue tenaz opositor al Partido Civil,
un radical solitario desconfiado de las «sociedades de intereses». En su trato humano
fue caritativo con los desposeídos, padre ejemplar, amante de la naturaleza y el arte.
Todas esas características resumen a un hombre singular, cuyo puritanismo bautizará
Riva Agüero y confirmará Jeffrey Klaiber como: «Santo hereje».

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