La maleta de mi padre

AutorOrhan Pamuk
Páginas289-294
La
maleta
de
mi
padre*
OrhanPamuk
Escritor turco. Premio
Nóbel
de
Literatura 2006.
Autor
de
los libros
El
astrólogo y
el
Sultán,
Nieve, Estambul.
Ciudad
y recuerdos;
entre
otros.
Dos años antes
de
su
muerte,
mi
padre
me
dio
una
maleta
llena
con
sus
textos,
manuscritos
y
notas.
Asumiendo
un
aire
satírico
-usual
en
él-
me
dijo
que
quería
que
los leyera
cuando
se
hubiera
ido,
queriendo
decir
después
de
su
muerte.
un
vistazo»,
me
dijo,
mirando
ligeramente
avergonzado.
«Mira si
hay
algo
dentro
que
puedas
usar.
De
pronto
cuando
me
haya
ido
puedes
hacer
una
selección y publicarla».
Estábamos
en
mi
estudio,
rodeados
de
libros.
Mi
padre
buscaba
un
lugar
para
dejar
su
maleta,
andando
de
aquí
para
allá
como
un
hombre
que
espera
liberarse
de
una
dolorosa
carga.
Al final, la
depositó
tranquilamente
en
una
esquina
discreta.
Fue
un
momento
penoso
que
ninguno
de
nosotros olvidó,
pero
una
vez
que
pasó
y
volvimos
a
nuestros
roles
habituales,
tomando
la
vida
con
ligereza,
nuestras
bromas
y
personalidades
sardónicas
regresaron
y
nos
relajamos.
Hablamos
como
siempre
lo
hacíamos
sobre las cosas triviales
de
la
vida
y los
problemas
políticos
interminables
de
Turquía
y
sobre
casi
todas
las fallidas
empresas
de
mi
padre,
sin sentir
mucha
tristeza.
Recuerdo
que
cuando
mi
padre
partió
pasé
varios
días
caminando
enfrente
de
la
maleta
sin
siquiera tocarla.
Ya
me
había
familiarizado
con
la
pequeña
maleta
negra,
con
su
seguro
y
con
sus
esquinas
redondas.
Mi
padre
la llevaba
en
viajes
cortos
y
otras
veces
la
usaba
para
cargar
documentos
de
trabajo.
Recuerdo
que
cuando
era
un
niño, y
mi
padre
regresaba
de
viaje,
yo
abría
esa
pequeña
maleta
para
buscar
atropelladamente
en
sus
cosas,
saboreando
la esencia
de
la colonia y
de
los países extranjeros. La
maleta
era
un
amigo
común,
una
poderosa
memoria
de
mi
niñez,
de
mi
pasado,
pero
ahora
no
podía
siquiera tocarla. ¿Por
qué?
Sin
duda
era
por
el
misterioso
peso
de
su
contenido.
Ahora
voy
a
hablar
del
contenido
de
aquella
maleta,
de
aquello
que
una
persona
crea
encerrada
en
un
cuarto,
cuando
se sienta a la
mesa
y se retira
a
una
esquina
para
expresar
sus
pensamientos,
esto es,
el
significado
de
la literatura.
Cuando
toqué
la
maleta
de
mi
padre,
aun
no
podía
moverme
a abrirla,
pero
sabía
que
dentro
estaban
algunas
de
sus
libretas.
Había
visto a
mi
padre
escribir
en
algunas
de
ellas;
no
era
la
primera
vez
que
oía la
pesada
carga
dentro
de
la maleta.
Mi
padre
tenía
una
biblioteca
grande
en
su
juventud,
a finales
de
la
década
de 1940.
Él
quería
ser
un
poeta
de
Estambul
y
había
traducido
a
Valéry al turco,
pero
no
quería vivir el tipo
de
vida
que
traía
el
escribir
poesía
en
un
país
pobre
de
pocos
lectores.
El
padre
de
mi
padre
-mi abuelo-
había
sido
un
hombre
rico; mi
padre
había
llevado
una
vida
confortable
de
niño
y
joven
y
no
deseaba
soportar
malos
ratos
en
nombre
de
la
literatura.
Amaba
la
vida
con
todas
sus
bellezas
-yo
lo
comprendí-.
La
primera
cosa
que
me
mantuvo
alejado del
contenido
de
la
maleta
de
mi
padre,
por
supuesto,
era
el
miedo
de
que, tal vez,
podría
no
gustarme
lo
que
iba
a leer. Mi
padre
sabía
esto,
pues
había
tomado
la
precaución
de
actuar
como
si
no
tomara
en
serio
su
contenido.
Después
de
trabajar
25
años
como
escritor
me
dolía
ver
esto.
Pero
no
quería
molestarme
con
mi
padre
por
fallar al
no
tomar
la
literatura
lo
suficientemente
en
serio
... Mi real
temor,
aquello
crucial
que
no
quería
saber
o
descubrir,
era
la
posibilidad
de
que
mi
padre
podría
ser
un
buen
escritor.
Peor
aún,
no
podía
admitirlo
de
manera
abierta. Si fuera cierto y
una
gran
literatura emergiera
de
la
maleta
de
mi
padre,
tendría
que
reconocer entonces la existencia
de
un
hombre
diferente
dentro
de
mi
padre,
enteramente
diferente.
Era
una
posibilidad
atemorizante
porque
incluso a mi
avanzada
edad
quería
que
mi
padre
fuera
sólo
mi
padre,
no
un
escritor.
Un
escritor
es
alguien
que
pasa
años
descubriendo
pacientemente el
segundo
ser
dentro
de
y el
mundo
que
lo hace
quien
es:
cuando
hablo
de
la escritura lo
primero
que
viene a mi
mente
no
es
una
novela,
un
poema, o
una
tradición literaria;
es
una
persona
que
se
encierra
en
un
cuarto,
se
sienta
a la mesa, y solo, se
vuelve
hacia
adentro;
entre
sus
sombras,
construye
un
nuevo
mundo
con
palabras.
Este
hombre
-o
esta
mujer-
puede
usar
una
máquina
de
escribir,
valerse
de
la
facilidad
de
una
computadora
o
escribir
con
un
lapicero
en
papel, como
yo
lo
he
hecho
por
30 años.
Mientras
escribe,
puede
tomar
o café o
fumar
cigarrillos.
De
tiempo
en
tiempo tal
vez
se levante
de
la
mesa
para
mirar
a través
de
la
ventana
a los
niños
jugando
en
la calle
y,
si
tiene
suerte,
a los
árboles
y
un
paisaje
o
puede
atisbar
un
muro
negro;
puede
escribir
poemas
o novelas como yo,
todas
las diferencias vienen luego
de
la difícil tarea
de
sentarse
a la mesa y con paciencia ir
dentro
de
La
presente
es
una
traducción
libre
del
discurso
de
recepción
del
Premio
Nóbel
de
Literatura
2006. Su
publicación
fue
autorizada
por
la
Fundación
Nóbel.
Agradecemos
a
Patricia
Tiburcio
por
su
colaboración
en
la
traducción
del
presente
te>.
lo.
LA
MALETA
DE
MI PADRE
sí. Escribir
es
convertir
esa
mirada
hacía
dentro
en
palabras,
estudiar
el
mundo
por
el
que
pasa
una
persona
cuando
se retira
en
misma
y
hacer
eso con paciencia,
obstinación
y alegría.
Mientras
me
siento
a
mi
mesa,
por
días,
meses,
años,
añadiendo
lentamente
nuevas
palabras
a
la
página
vacía, siento
como
si
estuviera
creando
un
nuevo
mundo,
como
si
estuviera
trayendo
a la
vida
a esa otra
persona
dentro
de
mí,
en
la
misma
forma
que
alguien
podría
construir
un
puente
o
un
domo,
piedra
por
piedra.
Las
piedras
que
nosotros
los
escritores
usamos
son
las
palabras.
Mientras
las
sujetamos
en
nuestras
manos,
sintiendo
las
formas
en
las
que
cada
una
de
ellas está
conectada
a las otras,
mirándolas
a veces
desde
lejos, a veces
casi acariciándolas con
nuestros
dedos
y la
punta
de
nuestros
lapiceros, apreciándolas,
moviéndolas,
años
vienen
y
años
van,
con
paciencia y
esperanza
creamos
nuevos
mundos.
El
secreto
de
un
escritor
no
es
la
inspiración
-
pues
no
se
sabe
con
claridad
la
procedencia
de
ésta-, es
su
terquedad,
su
paciencia. Ese
adorable
aforismo
turco
-
un
pozo
con
llna
aguja»-
parece
haber
sido
dicho
teniendo
a los
escritores
en
mente. De las viejas historias,
amo
la paciencia
de
Ferhat,
quien
se
abre
paso
a
través
de
las
montañas
por
su
amor
-cosa
que
también
comprendo-.
En
mi
novela,
Mi
nombre
es Rojo,
cuando
escribí
sobre
los
antiguos
miniaturistas
persas
quienes
han
pintado
el
mismo
caballo
con
la
misma
pasión
por
años,
memorizando
cada
pincelada
hasta
poder
recrear
ese bello caballo
con
los
ojos
cerrados,
sabía
que
en
el
fondo
estaba
hablando
sobre
la
profesión
de
escritor,
sobre
mi
propia
vida.
Si
un
escritor
cuenta
su
propia
historia
debe
contarla
despacio,
como
si
fuera
la
historia
de
otros;
si
desea
sentir
el
poder
de
la
historia
creciendo
dentro
de
él, si se sienta
en
una
mesa
y
se
da
a
su
arte
-a
su
oficio-
primero
debe
haberse
dado
una
esperanza.
El
ángel
de
la
inspiración
(quien
visita
regularmente
a
algunos
y
raramente
a otros) favorece
al
esperanzado
y al confiado; allí
es
cuando
un
escritor
se
siente
más
sólo,
más
dudoso
sobre
sus
esfuerzos,
sus
sueños
y el
valor
de
su
escritura
-cuando
cree
que
su
historia
es
sólo
su
historia-, es
en
esos
momentos
cuando
el
ángel decide revelarle historias,
imágenes
y
sueños
que
dibujarán
al
mundo
que
él
desea
construir.
Si
pienso
en
los libros a los
que
he
dedicado
mi
vida,
me
sorprendo
más
con
aquellos
momentos
en
que
he
sentido
como
si las frases,
sueños
y
páginas
que
me
han
hecho
más
feliz,
llegar
al
éxtasis,
no
hubiesen
venido
de
mi
imaginación
sino
que
un
poder
las
hubiera
encontrado
y
con
generosidad
me
las
hubiera
otorgado.
Temía
abrir
la
maleta
de
mi
padre
y
leer
sus
libretas
porque
sabía
que
él
no
habría
tolerado las
dificultades que
yo
había
soportado,
que
no
había
soledad
que
el
amara
más
que
mezclarse
con los
amigos, las
multitudes,
los salones, las
bromas,
la
compaJ'lía.
Pero
más
tarde
mis
pensamientos
cambiaron.
Estos
pensamientos,
estos
sueños
de
renuncia
y paciencia
eran
prejuicios
derivados
de
mi
propia
experiencia
vital
como
escritor.
Hubo
muchos
brillantes
escritores
quienes
escribieron
rodeados
de
multitudes
y
vida
familiar, al
calor
de la
compañía
y
una
feliz conversación.
Además,
cuando
joven,
mi
padre
cansado
de
la
monotonía
de la
vida
familiar
nos
dejó
para
ir
a París
donde
como
muchos
escritores
se
sentó
a
llenar
libretas
con
apuntes.
Yo
sabía,
también,
que
algunas
de
esas
muchas
libretas
estaban
en
la maleta,
porque
años
atrás,
antes
de
haberla
traído,
mi
padre
finalmente
había
comenzado
a
hablarme
acerca
de esa
época
de
su
vida.
Él
hablaba
sobre
aquellos
años
aun
cuando
era
un
niño,
pero
nunca
mencionó
su
vulnerabilidad,
sus
sueños
de
convertirse
en
escritor, o los
cuestionamientos
de
identidad
que
lo
habían
plagado
en
su
cuarto
de
hotel. Me
hablaba
en
cambio de las veces
que
había
visto
a
Sartre
en
las
aceras
de
París,
de
los libros
leídos
y
las
películas
vistas,
todo
con
el
sincero
regocijo
de
quien
informa
noticias
muy
importantes.
Cuando
me
convertí
en
escritor
nunca
olvidé
que
lo
era
en
parte
gracias
al
hecho
de
que
tenía
un
padre
que
hablaba
mucho
más
de
escritores
que
de
pashas
o
grandes
líderes
religiosos.
Quizás
debía
leer
las
libretas
de
mi
padre
con esto
en
mente,
recordando
la
deuda
con
su
amplia
biblioteca.
Debía
llevar
en
mente
que
cuando
mi
padre
vivía
con
nosotros,
al
igual
que
yo,
disfrutaba
estar
solo
con
sus
libros
y
pensamientos
y
no
poner
demasiada
atención
a la
calidad
literaria
de
sus
escritos.
Cuando
atisbaba
muy
ansioso
en
la
maleta
legada
por
mi
padre
también
sentí
que
eso era
precisamente
lo
que
no
podía
hacer.
Mi
padre
algunas
veces
abandonaba
en
su
mano
un
libro o
una
revista
enfrente
del
diván
para
ir
en
pos
de
un
sueño,
perderse
en
mismo
por
largo
tiempo
en
sus
pensamientos.
Cuando
vi
en
su
cara
una
expresión
muy
distinta
de
la
que
usaba
entre
bromas,
ironías
y
discusiones
familiares,
cuando
vi los
primeros
síntomas
del atisbo
interior
entendí
con
trepidación,
en
mis
años
de
infancia
y
juventud,
que
él
no
se
sentía
contento.
Ahora,
muchos
años
después,
que
el
descontento
es
una
cualidad
básica
por
la cual
una
persona
comienza
a
escribir.
Para
ser
un
escritor
no
basta
con
el
trabajo
arduo
y la
paciencia:
debemos
primero
forzarnos
a
escapar
de
las
multitudes,
de
la
compaúía,
de
las cosas ordinarias, de la
vida
diaria
y
encerrarnos
en
un
cuarto.
Deseamos
paciencia y
esperanza
para
poder
crear
un
mundo
profundo
con
nuestra
escritura.
Pero
el deseo
de
encerrarse
en
un
cuarto
es
lo
que
nos
lleva
a
la
acción.
El
precursor
de este
tipo
de
escritor
independiente
-
quien
lee
sus
libros
desde
el
corazón
de
su
contenido
y
escucha
sólo
la
voz
de
su
propia
conciencia, pelea
con
las
palabras
de
otros;
quien
entra
en
charla
con
sus
libros
para
desarrollar
sus
propios
pensamientos
y
su
mundo
propio-
fue
ciertamente
Montaigne
en
los
primeros
días
de
la
literatura
modernista.
Montaigne
fue
un
escritor
al
que
mi
padre
volvió
en
reiteradas
ocasiones,
un
escritor
al
que
me
recomendó.
Me
gustaría
verme
como
perteneciente
a la
tradición
de
escritores -sea
que
estén
en
el Este u
Oeste
en
el
mundo-
apartados
de
la
sociedad,
encerrados
en
sus
cuartos
con
sus
libros.
El
inicio
de
la
verdadera
literatura
es
un
hombre
encerrado
en
su
cuarto
con
sus
libros.
Pero
una
vez
que
nos
encerramos,
pronto
descubrimos
que
no
estamos
tan
solos
como
pensábamos.
Estamos
en
compañía
de
las
palabras
de
aquellos
que
estuvieron
antes,
de
las
historias
de
otras
gentes,
los
libros
de
otros,
las
palabras
de
otras
personas,
de
aquello
que
llamamos
tradición.
Creo
en
la
literatura
como
el
tesoro
más
valioso
acumulado
por
la
humanidad
en
su
búsqueda
por
entenderse
a
misma.
Sociedades,
tribus
y
personas
crecen
en
inteligencia
cuando
ponen
atención
a las
palabras
complicadas
de
sus
autores
y
como
todos
sabemos,
la
quema
de
libros y la
denigración
de
escritores
son
ambas
señales
de
tiempos
oscuros
e
improcedentes
para
el
futuro
en
medio
de
nosotros.
Pero la
literatura
nunca
es sólo
un
asunto
nacional.
El
escritor
encerrado
en
un
cuarto
va
primero
en
un
viaje
dentro
de
que
con
los
años
le
hará
descubrir
la
regla
eterna
de
la
literatura:
debe
tener
el
talento
para
contar
sus
propias
historias
como
si
fueran
las historias
de
otros, y
para
contar
las
historias
de
otros
como
si
fueran
propias,
porque
esto es la literatura.
Pero
primero
debemos
viajar a través
de
las historias y los libros
de
otras
personas.
Mi
padre
tenía
una
biblioteca
bien
dotada
-
1500
volúmenes-,
más
que
suficiente
para
un
escritor. A la
edad
de
22
años
no
los
había
leído
todos
pero
era
familiar con
cada
uno,
sabía cuáles
eran
importantes,
cuáles
eran
livianos,
de
lectura
rápida; cuáles
eran
clásicos, cuáles esenciales
para
mi
educación,
cuáles
eran
olvidables
pero
con
divertidos
relatos
sobre
la
historia
local,
cuáles
autores
franceses
que
mi
padre
ponderaba
con
altura.
Algunas
veces
miraba
la
biblioteca
desde
la
distancia
e
imaginaba
un
día
en
otra
casa
con
mi
propia
librería,
incluso
una
mejor
biblioteca
para
construirme
un
mundo.
Cuando
veía la biblioteca
de
mi
padre
desde
la
distancia
me
parecía
una
imagen
reducida
del
mundo
real.
Era
un
mundo,
sin
embargo,
visto
desde
nuestra
propia
esquina,
desde
Estambul. La
biblioteca
era
la
evidencia
de
esto. Mi
padre
había
construido
su biblioteca a
partir
de
sus
viajes con
libros
traídos
en
su
mayoría
desde
París
y
América,
aunque
también
con
libros
comprados
en
tiendas
que
vendían
libros
en
lenguas
extranjeras
en
las
décadas
del
40 y el 50 y
en
las
librerías
de
nuevo
y viejo
en
Estambul.
Mi
mundo
es
una
mezcla
de
lo local-nacional-
y Occidente. En los
años
setenta
también
comencé
ORHANPAMUK
de
una
manera
ambiciosa
a
construir
mi
biblioteca.
No
había
decidido
aún
ser
escritor.
Como
recuento
en
Estambul,
había
comenzado
a
sentir
que
después
de
todo
no
sería pintor,
pero
no
estaba
muy
seguro
de
qué
camino
tomaría
mi vida.
Había
dentro
de
una
curiosidad
imparable,
un
deseo
esperanzador
de
leer y
aprender
al
tiempo
que
percibía
una
falta: la
sensación
de
no
poder
vivir
como
los
demás.
Parte
de
la sensación estaba
conectada
con
lo
sentido
al
atisbar
la
biblioteca
paterna:
vivir
fuera
del
centro
de
las cosas,
como
todos
los
que
vivimos
en
Estambul
en
aquellos
años
con
la sensación
de
vivir
en
provincia.
Había
otra
razón
para
la
ansiedad
y la falta,
porque
sabía
que
vivía
en
un
país
con
poco
interés
por
sus
artistas
-fueran
sus
pintores
o escritores- y
no
les
daban
esperanzas.
En
los
años
setenta
cuando
tomaba
el
dinero
de
mi
padre
para
comprar
libros
desleídos,
polvorosos
y
cuarteados
de
los libreros
de
viejo
de
Estambul,
estaba
tan
afectado
por
el
lastimoso
estado
de
las
tiendas
de
segunda
mano
-por
el
desesperado
desorden
y
deterioro
de
los
libros
de
los
vendedores,
quienes
desplegaban
sus
mercancías
en
los
andenes,
en
los
patios
de
mezquitas
y
nichos
de
desmoronados
muros-
como
por
sus
libros.
En
realidad
estaba
enfadado
con
mi
padre
porque
él
no
había
llevado
una
vida
como
la mía,
porque
nunca
había
disputado
con su
vida
y
había
pasado
su
vida
feliz,
riendo
con
sus
amigos
y seres
queridos.
Pero
una
parte
de
sabía
que
también
podía
decir
que
no
estaba
tan
molesto
como
celoso,
esa
segunda
palabra
se
ajustaba
más
y
esto
también
me
hacia
sentir
incómodo.
Cómo
sería
cuando
me
preguntara
a
mismo
en
el
usual
modo
resentido,
con
voz
de
enfado,
¿qué
es
la
felicidad?
Era la
felicidad
pensar
que
había
llevado
una
vida
profunda
en
el
cuarto
solitario,
o
era
la
felicidad
llevar
una
vida
más
confortable
en
sociedad,
creyendo
en
las
mismas
cosas
que
todos
los
demás.
Era
felicidad
o
infelicidad
ir
por
la
vida
escribiendo
en
secreto,
pareciendo
estar
en
armonía
con
todo
lo
que
me
rodea.
Estas
eran
preguntas
propias
de
mi
mal
temperamento.
¿De
dónde
me
venía la
idea
de
la
medida
de
una
buena
vida
hallada
en
la felicidad?
La
gente,
los
papeles,
todos
actuaban
como
si la
más
importante
medida
de
la
vida
fuese
la
felicidad.
¿No
sugería
esto
por
si solo
que
valía la
pena
encontrar
que
era
verdad
lo
exactamente
opuesto?
Después
de
todo
mi
padre
había
huido
de
su
familia
muchas
veces.
¿Qué
tan
bien
lo
conocía y
qué
tanto
podría
decir
que
entendía
su
molestia?
Esto era lo
que
me
movía
cuando
recién abrí la
maleta
de
mi
padre.
¿Tenía
mi
padre
un
secreto,
una
infelicidad
en
su
vida
de
la
que
no
yo
no
sabía
nada,
sólo
resistida
por
él al
ponerla
por
escrito?
Tan
pronto
como
abrí la
maleta
recordé su esencia
de
viaje,
reconocí
varias
libretas
vistas
antes
cuando
mi
padre
me
las
mostró
aí'ios
atrás
sin
LA
MALETA
DE
MI
PADRE
extenderse
mucho
en
ellas.
Muchas
de
las libretas
que
tomé
en
mis
manos
las
había
llenado
cuando
nos
dejó
para
ir
de
joven
a
París.
Mientras
admiraba
muchos
escritores
-escritores
cuyas
biografías
había
leído-
deseaba
conocer
qué
había
escrito
mi
padre,
qué
había
pensado
a la
edad
que
yo
tengo
ahora.
No
me
tardé
mucho
tiempo
en
saber
que
no
encontraría
nada
de
esto
allí. Lo
que
más
me
molestó
fue
encontrar
la
voz
de
un
escritor
en
las libretas
de
mi
padre.
No
era
la
voz
de
mi
padre,
me
dije, o
por
lo
menos
no
pertenecía
al
hombre
al
que
conocía
como
mi
padre.
Debajo
de
mi
temor
de
que
tal
vez
mi
padre
no
era
mi
padre
cuando
escribía
había
un
temor
más
profundo,
el
temor
de
que
quizás
no
era
auténtico,
de
no
encontrar
nada
bueno
en
los
escritos
de
mi
padre,
esto
incrementó
el
temor
de
descubrir
una
excesiva
influencia
de
otros
escritores
en
mi
padre
y
me
sumergió
en
una
zozobra
que
me
había
afligido
mucho
cuando
joven,
poniendo
mi
vida,
mi
propio
ser,
mi
deseo
de
escribir y mi trabajo
en
cuestión.
Durante
mis
primeros
diez
años
como
escritor
sentí
esas
ansiedades
en
mayor
grado,
incluso
cuando
las
rehuía
en
algunas
ocasiones
temí
que
un
día
habría
de
asumir
la
derrota,
tal
como
lo
había
hecho
con
la
pintura
iba
a
sucumbir
ante
la
molestia
y
dejar
de
escribir
novelas
también.
Ya
he
mencionado
dos
sentimientos
esenciales
aflorados
en
cuando
cerré la maleta
de
mi
padre
y la hice a
un
lado: la sensación
de
estar
en
una
isla
desierta
en
provincia y la carencia
de
autenticidad.
No
era
ésta
la
primera
vez
que
se
hacían
sentir
estas
sensaciones.
Por
años
en
mis
lecturas
y
escritura
he
estado
estudiando,
descubriendo
y
profundizando
emociones
en
todas
sus
variedades
y sin
intencionadas
consecuencias,
sus
nervios
finales,
sus
detonadores
y
sus
muchos
colores.
Ciertamente
mi
espíritu
ha
sido
herido
por
las
confusiones,
las
sensibilidades
y
los
efímeros dolores
que
la
vida
y los libros
han
hecho
brotar
en
mí, claro,
mucho
más
frecuente
cuando
joven.
Aunque
sólo escribiendo libros
entendí
los
problemas
de
la
autenticidad
( Mi nombre
es
rojo
y
El
libro
negro)
y los
problemas
de
una
vida
desde
la
periferia (Nieve y Estambul),
para
mi ser escritor es
reconocer la
heridas
secretas
cargadas
dentro
de
nosotros,
heridas
tan
ocultas
que
apenas
tenemos
conocimiento
de
ellas y
exploramos
con
paciencia,
las conocemos, las
iluminamos
para
poseer
estos
dolores y heridas,
para
hacerlas
partes
concientes
de
nuestros
espíritus
y
escritura.
Un
escritor
habla
de
cosas
sabidas
por
todos
pero
que
él
no
sabe
que
saben.
Explorar
este
conocimiento y verlo crecer es placentero, el lector
visita
así
un
mundo
familiar
y
desconocido
al
tiempo.
Cuando
un
escritor
se
encierra
en
un
cuarto con el fin
de
hospedar
su
trabajo y crear
un
mundo,
si
usa
heridas
secretas
como
punto
de
partida,
él
está,
independiente
de
si
lo
sabe,
poniendo
gran
fe
en
la
humanidad.
Mi
confianza
viene
de
la creencia
en
que
todos
los seres
humanos
se parecen,
en
que
otros
cargan
heridas
como
yo
y
por
esto
entenderán.
Toda
literatura
verdadera
emana
de
la
esperanzadora
certeza infantil
de
ser
todos
semejantes.
Cuando
un
escritor
se
encierra
en
un
cuarto
por
años
su
gesto
sugiere
una
humanidad
solitaria,
un
mundo
sin
centro.
Pero
como
se
ve
acerca
de
la
maleta
de
mi
padre
y la
paleta
de
colores
de
nuestras
vidas
en
Estambul,
el
mundo
tenía
un
centro lejos
de
nosotros. En mis
libros describo con cierto detalle
cómo
este
hecho
evocaba
un
sentido
chejoviano
de
provincialismo
y
cómo
por
otro
camino esto
me
llevó a cuestionar
mi
autenticidad.
por
experiencia
que
la
mayoría
de
la
gente
en
la
tierra
vive
con
los
mismos
sentimientos
y
muchos
sufren
de
peores
insuficiencias, carencias
de
seguridad
y sensación
de
degradación
que
la
que
yo
sufro.
Sí, los
más
grandes
dilemas
de
la
humanidad
siguen
siendo
el
destierro,
la
indigencia
y el
hambre,
pero
la
televisión y los periódicos
nos
hablan
de
todo
de
manera
más
simple y
rápida
de
lo
que
la literatura
jamás
lo
hará.
Lo
que
más
necesita
decir
e
investigar
la
literatura
son
los
miedos
básicos
de
la
humanidad:
el
temor
de
ser
excluido,
de
no
contar
para
nada
y
los
sentimientos
de
insignificancia
acompañantes
de
tales
miedos,
las
humillaciones
colectivas,
vulnerabilidades,
insultos,
lamentaciones,
sensibilidades
e
insultos
imaginados, el regocijo nacionalista y las inflaciones
son
sus
más
cercanos como especie.
Como
sea
que
me
encuentro con tales sentimientos, con el leguaje
irracional y
vulgar
en
que
se expresan usualmente,
de
ellos
tocándome
en
mi
oscuridad
interior.
Hemos
visto con frecuencia personajes, sociedades
y
países
fuera
del
mundo
occidental
-me
puedo
identificar
con
facilidad
con
ellos-
sucumbiendo
a
los
miedos
que
los
han
llevado
a
cometer
estupideces,
todo
por
temores
a la
humillación
o
sensibilidad.
también
cómo
en
Occidente
-un
mundo
con
el
que
también
me
puedo
identificar
con
facilidad-
hay
naciones
y
personas
enorgullecidas
en
demasía
por
sus
riquezas,
en
habemos
traído el Renacimiento, la Ilustración y
el
Modernismo,
que
de
tiempo
en
tiempo
han
sucumbido
a
una
autosatisfacción casi
estúpida.
Esto significa
que
mi
padre
no
era
el único,
pues
todos
damos
mucha
importancia
a la
idea
de
un
mundo
con
un
centro. La
razón
que
nos
compele
a
escribir
en
un
cuarto
indefinidamente
es
la fe
en
lo
opuesto,
la
creencia
de
un
día
en
que
nuestros
textos
serán
leídos
y
entendidos
porque
la
gente
en
todo
el
mundo
se asemeja. Esto lo
por
y
por
los
escritos
de
mi
padre
y
es
un
optimismo
complicado,
destruido
por
la
rabia
de
ser
dejado
al
margen,
de
ser
excluido.
El
amor
y el
odio
sentido
por
Dostoievski
hacia
Occidente
toda
su
vida
también
lo
he
sentido
en
muchas
ocasiones.
He
atrapado
una
verdad
esencial:
si
tengo
razones
para
mi
optimismo
es
por
que
he
viajo
con
éste
gran
escritor
a
través
de
su
relación
de
amor
y
odio
con Occidente
para
considerar
el
otro
mundo
construido
por
él,
construido
en
otro
lado.
Todos
los escritores
que
han
dedicado
su
vida
a
esta
tarea
conocen
la
realidad:
el
propósito
original del
mudo
creado
por
nosotros
después
de
ai'ios y
a1'íos
de
escritura
esperanzada,
al
final
se
moverá
a
lugares
distintos.
Nos
llevará lejos de la
mesa
en
que
hemos
trabajado
con tristeza y rabia,
nos llevará al
otro
lado
de
la tristeza y la rabia,
en
otro
mundo.
¿Pudo
mi
padre
llegar a tal
mundo?
Como
la
tierra
que
lentamente
toma
forma,
alzándose
lentamente
desde
la
niebla
con
todos
sus
colores,
como
una
isla
después
de
un
largo
viaje
en
el mar, éste
mundo
nos
encanta.
Estamos
tan
fascinados
como
los
viajeros
occidentales
quienes
viajan
desde
el
Sur
hasta
observar
Estambul alzarse
desde
la niebla. Al final
del
viaje
iniciado con
esperanza
y
curiosidad
yace
enfrente
una
ciudad
de
mezquitas
y
alminares,
una
combinación
de
casas, calles,
monta!las,
puentes
y colinas,
un
mundo
entero.
Viéndolo
deseamos
entrar
en
él y
perdernos
como
dentro
de
un
libro.
Después
de
sentarnos
a
la
mesa
nos
sentimos
provincianos,
excluidos,
marginales,
furiosos,
profundamente
melancólicos,
encontramos
un
mundo
completo
más
allá
de
estos
sentimientos.
Siento
ahora
lo
opuesto
a lo
que
sentí
de
ni!lo y
de
joven:
para
el
centro del
mundo
es Estambul.
No
solo
porque
allí viví
toda
mi
vida
sino
porque
por
los
pasados
33
años
he
narrado
sus
calles,
puentes,
su
gente, perros, casas,
mezquitas,
fuentes,
sus
héroes
extra!los,
tiendas,
personajes
famosos,
puntos
negros,
sus
noches
y
días,
haciéndolos
parte
de
mí,
abrazándolos.
Llegó
un
momento
en
que
el
mundo
hecho
con
mis
propias
manos
existía
sólo
en
mi
cabeza
y
era
más
real
que
la
misma
ciudad
en
que
vivía.
Fue
cuando
todas
estas
personas
y la
calle,
los
objetos
y
los
edificios
parecían
hablar
entre
ellos
y
comenzar
a
actuar
en
formas
no
anticipadas
como
si
no
vivieran
sólo
para
mi
imaginación
o
mis
libros
sino
para
ellas
mismas.
Este
mundo
creado
por
como
un
hombre
cavando
un
pozo
con
una
aguja
se
verá
entonces
más
verdadero
que
cualquier
otra
cosa.
Mi
padre
también
pudo
haber
descubierto este
tipo
de
felicidad
durante
sus
a!los
de
escritura. Pensé
mientras
atisbaba
la
maleta
de
mi
padre
que
no
debía
prejuzgado.
Estaba
muy
agradecido
con él
después
de
todo:
nunca
había
sido
mandón,
prohibitorio,
abusador
de
su
poder,
castigador,
ni
un
padre
ordinario,
pero
un
padre
que
siempre
me
dio
libertad
y
me
mostró
el
máximo
respeto.
Con frecuencia
he
pensado
que
si
de
vez
en
cuando
pude
representar
cosas
en
mi
imaginación
en
libertad o infantilidades, fue sólo
porque
a diferencia
de
muchos
de
mis
amigos
de
infancia y
juventud
no
tenía miedo
de
mi padre;
he
creído algunas veces
que
pude
ser
escritor
porque
mi
padre
en
su
juventud había
deseado
serlo también. A
él
lo
tuve
que
leer
con
tolerancia
-buscando
entender
lo
escrito
por
él en los cuartos
de
los hoteles-.
ORHANPAMUK
Fue
con
estos
pensamientos
esperanzadores
que
caminé
hacia
donde
mi
padre
había dejado la
maleta,
valiéndome
de
mi
poder
de
voluntad
leí
algunos
manuscritos
y libretas, ¿sobre
qué
había
escrito
mi
padre?
Recordé
algunas
fotografías
desde
las
ventanas
de
los hoteles parisinos,
unos
pocos
poemas,
paradojas,
análisis
...
Mientras
escribo
me
siento
como
alguien
que
recién
ha
tenido
un
accidente
automovilístico
y
trata
de
recordar
cómo
sucedió
pero,
al
mismo
tiempo,
teme
recordar
demasiado.
Cuando
era
chico
y
mis
padres
estaban
al
borde
de
una
pelea
-cuando
caían
en
un
silencio
fatal-
mi
padre
encendía
el
radio
para
cambiar
la
atmósfera
y
que
la
música
nos
hiciera
olvidar
rápido.
Déjenme
cambiar
la
atmósfera
con
unas
pocas
dulces
palabras
que
espero
sirvan
igual
que
la
música.
Como
ustedes
saben,
la
pregunta
hecha
con
frecuencia
a
nosotros
los
escritores,
la
pregunta
favorita
es:
¿por
qué
escribe?
Escribo
porque
tengo
una
innata
necesidad
de
escribir.
Escribo
porque
no
puedo
hacer
un
trabajo
normal
como
otras
personas.
Escribo
porque
quiero
leer
libros
como
los
míos.
Escribo
porque
estoy
disgustado
con
ustedes
y con todos. Escribo
porque
amo
estar
en
un
cuarto
todo
el
día
escribiendo.
Escribo
porque
sólo
puedo
tomar
parte
en
la
vida
real
cambiándola.
Escribo
porque
quiero
que
otros,
todos
nosotros,
el
mundo
entero,
sepan
qué
tipo
de
vida
hemos
vivido
nosotros
y
aún
vivimos
en
Estambul,
en
Turquía. Escribo
porque
amo
el olor
del papel, la
pluma
y la tinta. Escribo
porque
creo
en
la
literatura,
en
el
arte
de
la
novela
más
de lo
que
creo
en
otras
cosas.
Escribo
porque
es
un
hábito,
una
pasión.
Escribo
porque
tengo
miedo
de
ser
olvidado.
Escribo
porque
quiero la gloria y
el
interés
que
trae la escritura. Escribo
para
estar
solo. Escribo tal
vez
para
saber
por
qué
estoy tan,
tan,
tan
molesto con
todos
ustedes. Escribo
porque
me
gusta
ser leído. Escribo
porque
una
vez
que
he
comenzado
a escribir
una
novela,
un
ensayo,
una
página,
quiero
terminarla.
Escribo
porque
todos
esperan
que
escriba.
Escribo
porque
tengo
la
infantil creencia
en
la
inmortalidad
de
las librerías
y
en
la
manera
en
que
mis
libros
yacen
en
los
entrepa!los. Escribo
porque
es excitante
poner
en
palabras
toda
la
belleza
y la
riqueza
de
la
vida.
Escribo
no
para
contar
una
historia
sino
para
componer
una.
Escribo
porque
deseo
escapar
de
la
premonición
de
un
lugar
al
que
debo
ir
-como
en
un
suei1o-
pero
al
que
no
me
puedo
si
quiera
acercar. Escribo
porque
nunca
he
podido
ser feliz.
Escribo
para
ser feliz.
Una
semana
después
de
venir
a
mi
oficina y
dejar
la
maleta
mi
padre
vino
de
nuevo,
como
siempre
me
trajo
una
barra
de
chocolate, (había
olvidado
que
yo
tenía
48 a!los),
como
siempre
reímos y
hablamos
sobre
la vida, la política y los
chismes familiares. Llegó
un
momento
en
que
los
ojos
de
mi
padre
fueron
a
parar
a la
esquina
donde
había
dejado
su
maleta y vio
que
la había corrido.
lA
MALETA
DE
MI
PADRE
Nos
miramos
a
los
ojos,
luego
sobrevino
un
silencio opresivo.
No
le dije
que
había
abierto
la
maleta y tratado de leer
su
contenido,
en
vez
de
eso
miré hacia otro lado. Pero el comprendió, tal como
yo
entendí
que
el
había
entendido.
Pero
está
comprensión
sólo
duro
unos
segundos
porque
mi
padre era
feliz,
un
hombre fácil
de
llevar con
fe
en
mismo:
él
me
sonrió
como
siempre.
Cuando
se iba
de
mi
casa
me
repitió
todas
las
amorosas
e
inspiradoras cosas que siempre
me
decía como padre.
Como siempre
lo
vi irse. Envidié su felicidad,
su
despreocupación,
su
imperturbable temperamento.
Recuerdo
que
aquel
día
hubo
un
rayo
de
felicidad
dentro
de
mí, que
me
avergonzó,
producido
por
el
pensamiento
de
no
estar
tal
vez
tan
cómodo
en
la
vida como él;
de
pronto
no
había vivido
tan
feliz y
libre como él, pero
me
había dedicado a la escritura
-me avergonzaba pensar así a costa
de
mi
padre-. De
todas las persona mi
padre
nunca fue la fuente
de
mi
dolor
porque
me
dejó
libre.
Todo
esto
debe
recordarnos
que
la
escritura
y la
literatura
están
íntimamente vinculadas con
una
falta
de
centro
en
nuestras vidas y nuestros sentimientos
de
felicidad
y culpa.
Con
todo
mi
historia
tiene
una
simetría
que
inmediatamente
me
recordó
algo
ese
día
y
me
produjo
un
sentimiento
de
culpa
más
profundo.
Veintitrés
años
antes
que
mi
padre
me
dejara
su
maleta y cuatro años antes
de
decidir a la
edad
de
veintidós
convertirme
en
novelista
y
abandonar
lo
demás
para
encerrarme
en
un
cuarto
terminé
mi
primera
novela Cevdct
Bey
e
hijos.
Con
manos
temblorosas
le
había
pasado
las
cuartillas
de
la
novela
inédita
a
mi
padre
para
que
me
diera
su
opinión,
no
sólo
porque
confiaba
en
su
gusto
e
intelecto:
su
opinión
era
muy
importante
porque
él, al contrario
de
mi
madre,
no
se
había
opuesto
a
mi
deseo
de
convertirme
en
escritor.
Para
entonces
mi
padre
no
estaba
con
nosotros,
se
había
ido.
Espere pacientemente
su
regreso.
Cuando
llegó
dos
semanas
después
corrí a abrir la
puerta.
Mi
padre
no
dijo
nada,
pero
de
inmediato
tiró
sus
manos
sobre
mi
de
una
manera
en
que
me
decía
que
le
había
gustado
mucho
la novela.
Durante
un
rato
estuvimos
con
el
extraño
silencio
que
siempre
acompaña
grandes
momentos
emotivos,
entonces
nos
calmamos
y
comenzamos
a
hablar
y mi
padre
volvió con
sus
cargados y
exagerados
comentarios
para
expresar
su
confianza
en
o mi
primera
novela,
me
dijo
que
un
día
ganaría
el
premio
que
estoy
recibiendo
ahora
con
gran
felicidad.
No
decía
esto
porque
estuviera
tratando
de
convencerme
de
su
buena
opinión
o
por
poner
el
premio
como
una
meta,
lo
decía
como
un
padre
turco
apoyando
a
su
hijo
diciendo:
día
te
convertirás
en
un
pasha».
Por
años
cuando
me
veía replicaba
su
apoyo
con
las
mismas
palabras.
Mi
padre
murió
en
diciembre
de
2002.
Hoy
parado
ante
la
Academia
Sueca
y
los
distinguidos
miembros
que
me
otorgaron
el
premio, el
gran
honor
y los distinguidos invitados
deseo fervientemente
que
él
pudiera
estar
aquí.[flj

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