Ideas fundamentales de la filosofía penal ilustrada

AutorLuis Prieto Sanchís
Cargo del AutorCatedrático de Filosofía del Derecho Universidad de Castilla-La Mancha Toledo, España
Páginas31-83

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1) La secularización y racionalización del derecho penal

Como se ha dicho, es en el marco de la filosofía ilustrada donde por vez primera se desarrolla una respuesta articulada a los problemas básicos del Derecho penal: con qué fundamento o justificación se castiga, qué clase de conductas pueden ser objeto de sanción, qué clase de penas procede imponer y con qué finalidad, cómo ha de ser la tipicación de los delitos y, finalmente, cuál ha de ser el procedimiento que corresponde observar en los juicios criminales. sin embargo, creo que la respuesta a todas estas cuestiones, por otra parte implicadas entre sí, viene muy condicionada por una perspectiva ideológica previa que puede resumirse en un lema, la secularización y, lo que es su inmediata consecuencia, la separación entre el Derecho y la moral. Como advierte Page 32 Ferrajoli57, esta perspectiva ideológica se despliega en tres capítulos fundamentales del Derecho penal: en primer lugar, impidiendo que el Estado se convierta en el brazo secular al servicio de alguna concreta opción moral o religiosa y, por tanto, limitando la represión a aquellas acciones que sean dañosas para otras personas; en segundo lugar, orientando el proceso hacia la constatación de los hecho externos lesivos de bienes jurídicos y no de los rasgos o peculiaridades morales atribuidas al imputado; por último, excluyendo de la pena las finalidades de reeducación moral. Los dos primeros aspectos, aunque no el tercero, estarán muy presentes en los autores del siglo XVIII.

En realidad, la secularización del Derecho penal venía siendo postulada, al menos, desde el siglo anterior y, de hecho, el más poderoso argumento en favor de la tolerancia religiosa implicaba una neta separación entre pecado y delito: que el Estado sólo debe intervenir cuando se lesionan bienes sociales, que no puede interferir en cuestiones de fe y, en suma, que carece de competencia para imponer las virtudes morales cuando no son relevantes para la colectividad, eran ideas repetidas por los más importantes escritores de la tolerancia y especialmente por el Locke de la Carta, aunque, desde luego, tampoco quedaba siempre muy claro hasta dónde llegaban las cuestiones de estricta conciencia y dónde comenzaba el interés público58; y, asimismo, la secularización Page 33 constituye el argumento central de los estudios penales de Thomasius a comienzos del siglo XVIII. Sin embargo, ahora esta idea impregnará de forma más extensa y consecuente todos los aspectos del Derecho penal y será tal vez el argumento más universalmente compartido entre todos los ilustrados. A veces, formulado de un modo tímido, como en Montesquieu, que no se atreve a pedir la abolición del delito de herejía, si bien reconoce que hay que ser muy circunspectos al castigarla, pues es susceptible de una infinidad de distinciones e interpretaciones59. Otras veces, como veremos, el argumento secularizador será expresado de forma mucho más rotunda, pues, como ya avisaba Diderot, «la distancia entre el altar y el trono no será nunca excesiva»80. Page 34

En cualquier caso, se terminaría imponiendo la célebre recomendación de Bentham: «llamemos pues aquí al principio de utilidad...», ya que «hay muchos actos que son útiles a la comunidad, y que sin embargo no debe ordenar la legislación, como hay muchos actos nocivos que la legislación no debe prohibir aunque les prohíba la moral: en una palabra, la legislación tiene seguramente el mismo centro que la moral, pero no tiene la misma circunferencia». El principio de utilidad es el criterio que define el ámbito del ilícito penal, pero es también la regla que debe orientar el establecimiento de las penas. De ahí que no deban imponerse penas ineficaces, es decir, aquellas que «no podrían producir efecto alguno sobre la voluntad, y que por consiguiente no servirían para prevenir otros actos semejantes»61.

Estas palabras de Bentham nos advierten sobre la íntima conexión que en la filosofía ilustrada existe entre la secularización y el principio de utilidad. Como ya se ha indicado, la postulada separación entre el Derecho y la moral conduce a una concepción artificial e instrumental del Estado, que ya no se justifica por sí mismo o por su dependencia de una cierta concepción religiosa, sino exclusivamente por su servicio a los individuos. De nuevo Diderot nos muestra esa Page 35 conexión: los soberanos «se fundan únicamente en el consenso de los pueblos» y «los hombres se han unido en sociedad sólo para ser más felices; la sociedad ha elegido soberanos sólo para velar más eficazmente por su felicidad», lo que se traduce en la garantía de la libertad y de la seguridad82. Como dice von Humboldt, «dado que el Estado no puede perseguir otra meta última que la de la seguridad de los ciudadanos, sólo le es lícito perseguir aquellas acciones que se oponen a la consecución de dicha meta»83. Consecuentemente, las leyes y, sobre todo, las leyes que imponen la fuerza y limitan la libertad de los ciudadanos sólo pueden resultar legítimas en la medida en que resulten útiles para alcanzar esas finalidades y, desde luego, en ningún caso «las creencias religiosas personales deben influir sobre las leyes»84; como dice el artículo 8 de la Declaración de 1789, «la ley sólo puede imponer penas estricta y evidentemente necesarias», pues, siguiendo a Montesquieu, «toda pena que no derive de la necesidad es tiránica. La ley no es un puro acto de poder; las cosas indiferentes por su naturaleza no son de su incumbencia»85 Page 36

Precisamente, en numerosos Cahiers de Doléances y en otros documentos políticos de la fase revolucionaria se aprecia una preocupación bastante extendida por lo que pudiéramos llamar la delimitación de los bienes jurídicos susceptibles de tutela penal, es decir, por una delimitación rigurosa de las fronteras del Derecho punitivo. Así, el tercer estado de Nemours proponía la aprobación del siguiente precepto: «sólo constituyen delito las acciones que dañan a la libertad, a la propiedad o a la seguridad de otro»66; a su vez, la nobleza de Nantes y el tercer estado de París coincidían casi literalmente en esta petición: «que ningún individuo pueda ser condenado a ninguna pena sino por una violación grave del derecho de otro hombre o de los de la sociedad; y a menos que la pena haya sido establecida antes contra esa violación por una ley precisa y legalmente establecida»67. Se trata, pues, de un desplazamiento del objeto del Derecho penal: si en el Antiguo Régimen se atendía fundamentalmente a la perversidad moral de quien pecaba al romper el orden querido por Dios e impuesto Page 37 por el soberano88, ahora se atiende al daño social y, más concretamente al daño sobre los derechos naturales de los demás individuos y sobre la seguridad colectiva.

Las consecuencias de esta filosofía en el plano más práctico de las propuestas de reforma habrían de ser, de un lado, una exigencia de disminución y de descripción taxativa de las conductas objeto de rechoche penal; y, de otro, una moderación o dulcificación de las penas. En relación con el primer aspecto, son innumerables las voces en favor de la limitación del Derecho penal a aquellas conductas externas capaces de producir una efectiva lesión en un bien jurídico relevante; sin una acción y sin un resultado lesivo no cabe la tipificación delictiva. Por tanto, los pensamientos, las meras intenciones o los rasgos de la personalidad han de quedar excluidos de la persecución penal: «las leyes, proclama Montesquieu, sólo se encargan de castigar acciones exteriores»89, pues, como se lee en la Enciclopedia, Page 38 «puede haber actos viciosos por sí mismos que... no es conveniente castigar mediante tribunales humanos»70; «todo lo referente a las reglas de la modestia, el pudor o la decencia no debe ser integrado en un código de leyes»71. En palabras de Diderot, «es necesario prevenir las acciones contrarias a la continencia y a las buenas costumbres, pero ho hay por qué castigarlas»72. Cuando la ley pretende ir más allá o servir a intereses distintos deja de ser garantía de la libertad y se transforma en una amenaza para la misma; «cuando las leyes limitan la conducta de los ciudadanos más de lo que exige la pública conservación, cuando convierten en delito las acciones indiferentes, entonces directamente las leyes oprimen la libertad»73.

Esta idea de que el Derecho penal ha de configurarse como una respuesta frente a hechos externos y no frente a simples vicios de la personalidad constituye una aportación verdaderamente fundamental de la filosofía ilustrada que, por otra parte, se concilia muy bien con la propia epistemología de la época. Si, como observa Kolakowski, el Page 39 positivismo de las Luces engendró el culto al hecho en el ámbito general del conocimiento74, en la esfera punitiva ello tuvo una importancia decisiva para desterrar prácticas irracionales hasta entonces vigentes tanto en el plano penal como procesal; prácticas en las que el hecho delictivo aparecía, a lo sumo, como un síntoma del auténtico motivo que fundamentaba el reproche y que no era otro que la personalidad o enfermedad moral del reo, y en la que consecuentemente el proceso no se concebía como una actividad cognoscitiva dirigida a la constatación de unos hechos externos, sino como un rito constitutivo de la desviación misma. En palabras de M. Gascón, merced a la secularización del Derecho penal, «los hechos podían dejar de ser un mero indicio de una culpabilidad basada en realidad en el vicio o en el pecado -en suma, en la corrupción de la naturaleza nacida de la caída original- para convertirse en su único fundamento»75. De ahí, por ejemplo, la insistencia de Condorcet: «yo defino el delito en general como una acción exterior y física que causa inmediata y evidentemente un daño grave a una o más personas...», y ha de ser...

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