Por qué hacerlo bien si se trata de argumentar

AutorLuis Vega Reñón
Páginas245-274
Capítulo 4
Por qué hacerlo bien si se trata
de argumentar
L introducciones a la argumentación, procedentes de medios
filosóficos, suelen dedicar un preámbulo inicial al encomio y la
justificación de nuestro comportamiento discursivo racional. Nunca
está de más encomiar el discurso racional; menos ahora, a principios
de un siglo XXI que sigue asistiendo a diversas formas de terrorismo
—religioso, social e incluso de Estado— y a no pocas modalidades de
discurso fanático. Así que sigamos recomendando lo que nos resulta
tan difícil practicar.
¿Qué hay de la justificación? La justificación, en esas introduccio-
nes filosóficas a la argumentación, tiende a tomar una doble dirección:
en ellas no sólo se quiere dar razón de por qué los seres humanos
damos razones; además, se pretende justificar la conveniencia o la
obligación de dar buenas razones. Son dos propósitos bien distintos,
aunque suelan venir confundidos o, cuando menos, alineados, como
si los argumentos explicativos o analíticos aducidos para el primero
sirvieran de fundamentación para la normatividad del segundo. Se
arguye, por ejemplo, que los seres humanos hemos de recurrir a la
inferencia y al discurso racional, porque esta es la manera de saber
a qué atenernos frente a todo cuanto nos rodea, personas o cosas, y
de hacernos cargo de ello bajo la forma integrada de mundo, nuestro
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mundo. Mediante la inferencia y el discurso racional, reconocemos
regularidades y contingencias, ensayamos diversos modos de asi-
milación y ajuste, medimos nuestras expectativas y aprendemos de
nuestras sorpresas. Mediante la argumentación contrastamos, articu-
lamos y fijamos socialmente nuestro fondo común de conocimientos.
Un mundo sin interacciones discursivas y razones sería un mundo
ajeno, caótico e inhabitable. De estas consideraciones antropológicas
y filosóficas, de nuestra necesidad de un mundo con cédula de habita-
bilidad, quieren desprenderse ciertas conclusiones normativas, unas
directrices en el sentido de que hemos de tener una comportamiento
inferencial y discursivo competente, correcto y responsable. Así
pues, hemos de ser capaces de discernir entre nuestras opciones para
asumir las racionalmente preferibles, y hemos de estar dispuestos a
responder de ellas por buenas razones, como si de esto dependiera
el éxito de la especie humana, o el sentido del mundo y de nuestros
tratos con él. Puede ser. En cualquier caso, la cuestión de por qué
damos razones es distinta de la cuestión de por qué las razones que
damos deben ser buenas. Las respuestas pertinentes al primer porqué
no serán justificaciones propiamente dichas, sino más bien explicacio-
nes; en cambio, lo que se espera en el segundo porqué no es tanto una
explicación como una justificación; y, en fin, no es evidente que esta
segunda respuesta resulte consecuencia lógica de la primera, aunque
ambas guarden cierta relación de congruencia. No es evidente que
la justificación normativa y práctica de lo que debemos hacer, al dar
razones, se siga lógicamente de la explicación de lo que hacemos al
dar razón de lo que nos rodea, aunque la determinación de lo debido
o lo correcto al hacer algo tenga que ser congruente con la índole, la
función o el sentido de lo que se hace al respecto.
En general, es clara la diferencia entre una explicación y una
justificación: una explicación satisfactoria nos informa de cómo han
sido, de cómo son, o de cómo tienen que ser las cosas y en este preciso
caso nos hace ver la causa de que no puedan ser de otra manera; una
justificación satisfactoria nos asegura que algo se ha hecho o se hace
de la forma correcta, conforme a un modelo o una norma, o nos señala
el modelo o la norma que ha debido seguirse para hacerlo así, siempre
en el supuesto de que es posible, cuando no frecuente, actuar de otra
forma. Los hechos o las secuencias explicativas no se confunden con
los criterios o las normas justificativas; ni una necesidad natural, “así

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