Dios en la Plaza de Castilla. A modo de introducción

AutorAlfonso García Figueroa
Páginas11-30
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Introducción
I.
Dios en la Plaza de Castilla.
A modo de introducción
El hombre antiguo se acercaba a Dios (o a los dioses) como la
persona acusada se aproxima al juez. Para el hombre moderno se
han invertido los papeles. Él es el juez y Dios está en el banquillo.
C.S. LewiS
El alma humana descarga a veces sus pasiones sobre quien
menos lo merece y, lo que es más imprudente, sobre quien
todo lo puede. ¿Qué recibimiento esperaría de los dioses el
príncipe Augusto tras la descortesía de ocultar la imagen de
Neptuno en represalia por un desastre naval? ¿En qué infierno
estarán ardiendo los arqueros tracios que apuntaron temeraria-
mente al cielo con la intención de herir a sus moradores? ¿Habrá
gozado de indulgencia aquel gobernante soberbísimo que quiso
castigar al Señor ordenando a su pueblo que suspendiera sus
plegarias y se abstuviera de todo comercio con Él? Es difícil
saberlo, pero en todo caso esta falta de modales por parte de los
seres humanos tiene algo de patético1. ¿Acaso confiaban esas
1 Le debo estos ejemplos al capítulo IV de los Ensayos de Montaigne titu-
lado “Cómo el alma descarga sus pasiones sobre objetos falsos cuando le
faltan los verdaderos”, Los ensayos (según la edición de 1595 de Marie
de Gournay), trad. J. Bayod Brau, Acantilado, Barcelona, 2007, pp. 29 ss.
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Alfonso García Figueroa
gentes en desairar con su insolencia a nuestro Creador o eran
conscientes de que estaban haciendo el ridículo ante la Historia?
Sea como fuere, todos estos precedentes nos recuerdan
cuán delicada ha sido nuestra relación con el Altísimo y sobre
todo nos aconsejan afinar nuestra indulgencia con alguien tan
humano como Él. A estas alturas, a este ateo no le queda más
remedio que reconocer algo hasta cierto punto obvio, a saber:
que nuestra comunicación con Dios podría haber sido mucho
más saludable y fructífera de haber buscado un entendimiento
amistoso con Él y sus asesores, en lugar de entregarnos a una
beligerancia frustrante y porfiar en un hostigamiento agotador,
que a menudo nos ha envilecido sin procurarnos satisfacción
alguna y que incluso nos ha sumido en un resentimiento que
solo nos perjudica. Ciertamente, este juicio de desaprobación
no sólo se dirige a los más ingratos de sus fieles, sino también y
singularmente a los creyentes más indignos de todos: nosotros
mismos, los ateos.
No olvidemos que, no conformes con esas torpes escaramu-
zas, llegó el momento en que nuestra arrogancia se desbordó y
decidimos atentar contra la vida de nuestro Padre. Para bien o
para mal, aquellos gloriosos escuadrones, antaño comandados
por Nietzsche, Marx, y Freud, nunca alcanzaron su objetivo
del todo. Y si bien no tenemos por qué avergonzarnos de que
la nave del ateísmo nunca arribara a ese puerto, sí deberíamos
reflexionar sobre nuestros naufragios y nuestras singladuras a
la deriva entre sentimientos tales como el abatimiento, la des-
esperanza, la fatiga e incluso uno de sus corolarios psicológicos
más peligrosos: la ira.
Es verdad que hoy las cosas han cambiado y que aquellos
comandos deicidas nos parecen anticuados en sus métodos.
Quizá por ello, la causa atea, tal y como se forjó durante siglos,
parece haber querido subirse al carro de la historia, entregando
el testigo con torpeza a biólogos, neurofisiólogos y otros cultiva-
dores de las ciencias de la naturaleza. Sin embargo, no debemos
dejarnos deslumbrar por la sofisticación de sus artilugios ni por
la jerga tecnológica con que engalanan sus argumentos. Toda esa
tramoya no puede ocultar su inoperancia por una razón hasta

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