Ciudad de Dios, infierno de hombres: terror, narconovela y sicaresca latinoamericana.

AutorOjeda, Rafael
CargoCIUDADES VIOLENTAS

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Ciudad de Dios es una favela de Jacarepaguá, en Río de Janeiro, ciudad donde campea el terror, la delincuencia, el tráfico de drogas y el comercio de armas. Se dice que es el barrio más bajo del mundo debido a sus altos índices de criminalidad y muerte, donde la delincuencia, los asesinatos y el enfrentamiento entre bandas organizadas son asuntos cotidianos. Pudimos conocer esta villa de crimen, violencia y narcotráfico a partir de un sobrecogedor relato de Rubem Fonseca, integrado en su libro Historias de amor (1997), además del film de Fernando Meirelles, también llamado Ciudad de Dios (2002), (1) basado en la novela del mismo nombre, Cidade de Deus (1997), de Paulo Lins, novela, según se dice, inspirada en una historia real.

Podemos suponer también que hay muchas Ciudades de Dios en el resto de América Latina, pudiendo mencionarse Ciudad Juárez o Tijuana, en México, algunas ciudades colombianas, pero también alguna que otra villa miseria en Sao Paulo. En ese mismo Brasil turbulento, en el que germinaron también movimientos sociales de resistencia a las inequidades políticas y sociales, como el Movimiento de Trabajadores Rurales Sin Tierra (MST), uno de los más organizados de América Latina, que surgió en 1984, según se dice, como continuadores de una larga tradición de luchas que se remonta a los canudos de fines del siglo XIX, al Movimiento de los Agricultores Sin Tierra déla década del sesenta y a la Comisión Pastoral de la Tierra en los setenta, pero que desde 1996 pasó a transformarse en un movimiento político social que rompía con el marco de lo estrictamente "rural" para poner en marcha proyectos urbanos en las favelas de ciudades brasileñas agobiadas por la criminalidad y la miseria, como Sao Paulo o Río de Janeiro.

POSMISERIA: VILLAS MISERIA Y ESPACIOS DE CRIMINALIDAD

Las actuales asimetrías económicas y sociales del sistema han determinado escenarios nuevos para la violencia y el crimen, espacios críticos regidos también por la misma lógica del capitalismo global que--sobre todo en nuestras sociedades, en las que suele amparar a pocos y segregar a muchos--está produciendo una noción casi terminal que viene agravando la sensación de crisis y las fracturas sociales. Desperfectos del sistema que suelen ser atribuidos al centralismo, la hiperpoblación, la pobreza, los conflictos sociales y culturales, las infranqueables brechas económicas, los

crecientes procesos de insalubridad e inseguridad ciudadana, pero, sobre esto, la violencia y criminalidad que ha tendido a agudizarse en las principales ciudades latinoamericanas, reforzando teorías de un tufillo segregacionista si consideramos las instancias geográficas a las que suele abarcar el concepto, como la de los Estados colapsados o fallidos. Espacios en los que la miseria y la desprotección política no solo producen movimientos sociales y agrupaciones subversivas, sino también ejércitos de criminales. Desde donde, en algunas ocasiones, surgen personajes interesantes como aterradores. Uno de ellos es Marcos Williams Herbas Camacho, alias Marcóla (n. 1968). Calificado por algunos como "el filósofo de la violencia urbana", (2) es el jefe del Primer Comando de la Capital (PPC) de Sao Paulo, ejército de criminales que desde hace varias décadas viene diseminado el terror en esta conocida metrópoli brasileña. Marcóla, como la mayoría de personajes de Ciudad de Dios, se inició en el crimen a los nueve años. La leyenda urbana cuenta que ha leído más de tres mil libros y que debido a su inteligencia inusual es muy respetado hasta por sus enemigos.

El citado filósofo Miguel Giusti analiza de manera formidable las palabras de Marcóla, extraídas de una entrevista que este concediera en 2007 al diario brasileño O Globo desde una prisión de máxima seguridad en Sao Paulo en la que viene cumpliendo una pena de cuarenta años, y desde donde, al parecer, continúa manteniendo el control sobre su ejército de criminales, que maniobra sembrando el terror en distintas barriadas de dicha ciudad. Cuando se le pregunta sobre su rol en ese comando criminal, su respuesta, debido a la agudeza casi profética de su discurso, resulta sobrecogedora: "Yo soy la señal de estos tiempos. Yo era pobre e invisible. Durante décadas, ustedes nunca me miraron y creyeron que era fácil resolver el problema de la miseria. Su diagnóstico era simple: migración rural, desnivel de renta, pocas favelas, periferias discretas. La solución nunca aparecía ... Nosotros solo éramos noticia en los derrumbes en las montañas o en la música romántica ... Ahora somos ricos con la multinacional de la droga, y ustedes se están muriendo de miedo. Nosotros somos el mido tardío de vuestra conáenda sodal" (35). (3)

Marcóla, cuya fortuna obtenida gracias al negocio de las drogas y el comercio de armas ha adquirido dimensiones incalculables, fundamenta su discurso en las contradicciones legalistas de la sociedad, apuntando a los intersticios psicomorales de la civilidad, donde las posibilidades de sobrevivencia son desiguales si consideramos los índices de criminalidad y los alcances parametrados de la legalidad, que ha producido una suerte de nueva generación "cultivada en el barro, educándose en el más absoluto analfabetismo, diplomándose en las cárceles"; por lo que en adelante tendríamos "una especie de posmiseria. La posmiseria genera una nueva cultura asesina, ayudada por la tecnología, satélites, celulares, internet, armas modernas (...) Ustedes son los que tienen miedo a morir, yo no. Mejor dicho, aquí en la cárcel ustedes no pueden entrar y matarme; pero yo puedo mandarlos matar a ustedes allá afuera" (35-36).

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En la entrevista, Marcóla explica al periodista con sorprendente crudeza que esa nueva "especie"--producto de la mutación de la especie actual--es muy superior, y su organización es superior a la del Estado: "una empresa...

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