Algunas aportaciones a la filosofía penal en los últimos veinte años del antiguo régimen. En particular, el problema de la pena de muerte

AutorLuis Prieto Sanchís
Cargo del AutorCatedrático de Filosofía del Derecho Universidad de Castilla-La Mancha Toledo, España
Páginas151-195

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La filosofía penal de la Ilustración no mantuvo posturas unánimes, pero sí relativamente uniformes. Alentó, en primer lugar, la secularización del Derecho penal y, con ello, la exclusión del catálogo de delitos de una buena parte de gravísimas infracciones hasta entonces vigentes, si bien no dejó de mantener disputas a propósito de la reprochabilidad de algunas conductas. Asimismo, defendió un nuevo significado para la pena donde los fines de utilidad y necesidad social desplazaron su viejo carácter expiatorio, aunque en conjunto tampoco queda del todo claro para qué ha de ser útil la pena, ni qué límites encuentra ese principio de utilidad. Diseñó, en fin, un nuevo proceso penal cuyos rasgos más visibles fueron tal vez la eliminación de la tortura y del sistema de prueba tasada y su sustitución por la libre convicción de un juez imparcial. Page 152 Sin embargo, el debate sobre la pena de muerte se acentuó en los últimos años del siglo sin que se alcanzasen posiciones mayoritarias en favor de su total supresión. Aunque ese debate tuvo innumerables protagonistas306, y algunos ya han sido examinados, los cuatro autores que seguidamente comentamos pueden considerarse una muestra representativa de los argumentos esgrimidos por el abolicionismo.

1) El discurso sobre la necesidad y los medios de suprimir las penas capitales de Philipon de la Madelaine

Philipon de la Madelaine es un autor muy poco conocido, a pesar de que, según creemos, es uno de los primeros juristas que compuso una obra monográfica dedicada al problema de la pena de muerte, que lleva el título de Discours sur la necesité et les moyens de suprimer les peines capitales; el Discurso fue leído el 15 de diciembre de 1770 en la Academia de Ciencias, Letras y Bellas Artes de Besangon y publicado en el tomo V de la ya citada Bibliotheque Philosophique du Legislateur preparada por Brissot de Warville.

El autor conocía y admiraba la filosofía de Montesquieu, Voltaire y Beccaria, aunque en su Discurso utiliza también otras fuentes de discutible valor, como los Anales de la china del padre Rualde. El resultado es Page 153 una obra bastante desigual; en su primera parte, después de denunciar la abusiva aplicación de la pena de muerte en Francia, expone con un cierto desorden los argumentos de la filosofía abolicionista, y esto es sin duda lo más valioso. La segunda parte está dedicada a estudiar los posibles sustitutivos de la pena de muerte, un problema que preocupó mucho a los ilustrados, como si la abolición de la pena capital dejase un hueco en el sistema punitivo que necesariamente hubiese que llenar con nuevos castigos, algunos en verdad bastante disparatados; este capítulo del Discurso es mucho más endeble, pues, a la vista de algunos de los sustitutivos propuestos, cabe pensar que casi resulta peor el remedio que la enfermedad.

Philipon de la Madelaine comienza su Discurso dibujando un panorama verdaderamente sombrío del Derecho penal de la segunda mitad del siglo XVIII. En Europa, dice el autor, se cuentan más de cuarenta crímenes principales que se pagan con la sangre del culpable, sin hablar de otras especies particulares que se castigan con igual rigor. Como ejemplo, sólo en diez años (1760-70) el Tribunal d'Aix ha ordenado ejecutar a 172 personas. La situación en el resto de Francia no es muy diferente en estos últimos años del setecientos. En el Discurso no se rogará a legisladores y magistrados que actúen con mayor benevolencia o moderación, sino que se propondrá pura y simplemente la abolición de la pena de muerte, sin excepciones de ninguna especie.

La sistemática seguida en la exposición de los argumentos abolicionistas no es muy rigurosa. Comienza el autor señalando el carácter irreparable del error judicial Page 154 y recuerda el célebre asunto Jean Calas; ¿de qué le sirvieron, se pregunta, las lágrimas con que Europa ha bañado su tumba y las liberalidades con que se ha tratado de consolar a la viuda y a los hijos?. Cuando la pena capital golpea al inocente, ninguna reparación es capaz de reanimar sus cenizas307. conviene subrayar la originalidad de este argumento relativo a la naturaleza irreparable del error judicial cuando se impone la pena de muerte, que no aparece en el De los delitos y de las penas y que Beccaria no utilizará hasta 1792.

El segundo argumento se explica en el contexto de desigualdad y de privilegios que caracterizaba al sistema punitivo de la época, aunque no deja de conservar una cierta actualidad una vez reconocido el principio de igualdad jurídica. Las penas más fuertes, dice Philipon de la Madelaine, se aplican sobre el pueblo, mientras que los ricos suelen escapar casi siempre al castigo. Y no se trata de poner en duda la honestidad de los magistrados, pero desde la detención del inculpado hasta la ejecución de la pena intervienen muchas personas y alguna puede ser débil ante el imperio del rango y la opulencia, de las promesas y de las amenazas, de las ofertas y de los regalos. ciertamente, esta discriminación no sólo se produce con la pena de muerte, pero cuanto más riguroso es el castigo, mayores esfuerzos realiza el poderoso para evitar su padecimiento308. Page 155 En otras palabras, parece que la crueldad en los castigos acentúa la desigualdad social entre los reos.

En tercer lugar, la pena de muerte provoca la impunidad de muchos delitos, pues el rigor de la pena causa horror entre las gentes e impide en muchas ocasiones que sean denunciados. El celo de la humanidad truena contra aquellos que entregan a la justicia o que simplemente denuncian al culpable, cuando la falta es castigada con la muerte; de esta manera, comprobamos que desde que la sangre del ladrón doméstico debe correr a la puerta de su señor, ningún hurto de esta especie ha sido castigado. La piedad no hablaría tanto en favor del criminal si la denuncia tuviese consecuencias menos rigurosas309. En definitiva, el exceso de rigor de las leyes penales provoca un efecto contrario al perseguido por el legislador.

Por último, la pena capital debe suprimirse del catálogo punitivo porque no es una pena en sentido estricto, ni cumple los fines que debe satisfacer todo castigo. No es una pena, dice el autor, porque la muerte no es un mal en sí mismo; los sufrimientos que preceden a la muerte sí pueden considerarse un castigo, pues suponen el padecimiento de miedo y temor por parte del reo. Entonces, si la verdadera pena reside en el sufrimiento previo a la ejecución, ¿por qué no se comunica la sentencia al reo hasta uno o dos horas antes del suplicio?310. Sin duda, el argumento resulta Page 156 bastante artificioso y el propio autor nos advierte que las consecuencias que cabría deducir serían aún más crueles que las que derivan de las leyes vigentes: «yo solamente quiero decir que la muerte, ni por ella misma, ni por la forma en que se hace ejecutar, no constituye un medio idóneo para hacer frente al atractivo de los crímenes; es sorprendente que las penas capitales deshonren todavía nuestra legislación»311.

Así pues, la pena de muerte es irreparable, cruel y clasista, además de propiciar la impunidad de muchos delincuentes. Pero, ¿cumple los fines que todo castigo útil debe satisfacer?. Según Grocio y Puffendorf, a quienes sigue nuestro autor en este tema, las leyes penales no pueden perseguir más que tres objetivos: la enmienda del delincuente, el resarcimiento de la víctima y el interés de la sociedad. Por lo que se refiere al primero, resulta obvio que no es quitando la vida al culpable como se le puede corregir y hacer mejor. Esto sólo se consigue mediante el trabajo, que además resulta útil para el Estado; ahí tenemos el ejemplo de España, que ha poblado las colonias despoblando las prisiones. En segundo lugar, aléjense todas aquellas circunstancias y situaciones que pueden provocar el delito. No es mucha la distancia que separa al ciudadano víctima de un robo del miserable que le despoja; ¿por qué no franquear este espacio y retornar al bien?. «Así pues, concluye Philipon de la Madelaine, como resulta imposible que ella (la muerte) traiga jamás la corrección y el castigo del culpable, es evidente que las penas capitales Page 157 se hallan muy lejos de conseguir el primer objetivo de una buena legislación»312.

¿Satisfacen mejor la segunda finalidad?, ¿el interés de la persona ofendida puede reclamar la muerte del criminal?. El honor, la vida y los bienes son los tres únicos caminos por los que el delito puede atacar a los particulares, y así como existe el más grande interés en prevenir el crimen, es preciso también reconocer que el ofendido o sus familiares tienen el más grande interés en conseguir la reparación; reparación que, en la medida de lo posible, ha de consistir en la restitución «in natura». Cuando se trata de delitos contra la propiedad se debe indemnizar al despojado con los bienes del ladrón e incluso con los de su familia; que el culpable entregue en trabajo lo que tomó en salario, pero sin sangre: no penseis que el verdugo es capaz de convertir la sangre en oro. Si los bienes lesionados son la vida y el honor, nadie puede restituirlos, ni existe un signo representativo de su valor. Tampoco la ejecución del culpable puede devolver la vida a la víctima. En consecuencia, «ya que no se juzga prudente revitalizar el antiguo sistema de composición privada», establezcamos al menos una indemnización, que si bien no equivale a la vida, es capaz de satisfacer las necesidades familiares que la víctima ya no puede atender. He aquí lo que el oro puede representar y lo que jamás representará la sangre del asesino313. Page 158

La tercera finalidad que debe perseguir toda pena es el interés...

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