Sobre un acceso al procedimiento concursal

AutorOsvaldo J. Maffia

(CAPÍTULO XI)

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En el capítulo anterior habíamos mencionado que Lorente reprochó a la ley 24.522 por haber blanqueado el empleo extorsivo del pedido de quiebra directa forzosa, pues mientras bajo la anterior, tras “arreglar” con el demandado, el acreedor debía esperar a que transcurriera el plazo de la perención, el actual art. 87 permite desistir derechamente (antes de notificarse al demandado el emplazamiento del art. 84). Culmina así una historia, prescindible pero muy interesante, que el lector puede saltear sin inconveniente alguno; pero optamos por exponerla para mostrar cuántos pasos fueron dados antes de llegar al presente art. 87.

Dice bien Heredia (t. III, p. 457) que “hasta la sanción de la ley 19.551 nuestra legislación concursal no tuvo norma alguna que disciplinara lo atinente al desistimiento de la pretensión de quiebra directamente instada por un acreedor. Con todo, bajo la vigencia de la ley 4.156, la jurisprudencia admitió el desistimiento bajo ciertas condiciones (…)”. Por su parte, la ley 11.719 “únicamente aludió al desistimiento por el fallido en su art. 68” (fallido que había solicitado su propia quiebra), “pero la jurisprudencia interpretó que dicho precepto alcanzaba también al desistimiento de la pretensión instada por acreedor (…) antes de la publicación de edictos”. Y aquí empieza la historia prometida.

Tras los escasos antecedentes señalados, se produjo bajo la vigencia de la ley 11.719 un nivel de abusos desembozados que ponen en jaque no ya el ideal de justicia, sino la eficacia del régimen lato. La ley no prohibía ni limitaba el pedido de quiebra por el propio deudor, y como ese trámite impedía o frenaba los pedidos de quiebra, la consigna prontamente sentada consistía en promover la “convocatoria de acreedores” -como se llamaba al después denominado “concurso preventivo”-, llevar el trámite lo más lentamente posible, y en vísperas de la “junta de acreedores” que votaría la propuesta de concordato, desistir y promover, a veces en el mismo momento, una nueva convocatoria, casi siempre en términos idénticos. El límite temporal para el abuso lo fijaba la junta de acreedores, porque la votación podría ser desfavorable, o si fuese favorable podría no ser homologada, o si, alcanzado el concordato, su eventual incumplimiento, todo lo cual conduciría a la quiebra.

Dijimos que, por lo general, al mismo tiempo se desistía del juicio en trámite y se promovía otro, ello posibilitado porque el desistimiento era presentado en el expediente ante el juzgado, y el pedido de convocatoria se radicaba en la Cámara de Apelaciones. Ante la notoriedad del abuso, que frenaba sine die los pedidos de quiebra o su trámite según fuera el caso, los magistrados no solamente descalificaban esa conducta, sino que muchas veces se expresaban en términos de duro reproche, pero ante la patencia del abuso y los reiterados reclamos de quienes lo padecían se resignaban a decir que el acreedor debía tratar de que la quiebra se decretase en el intervalo entre el desistimiento de una convocatoria y la promoción de la sucesiva. Es fácil imaginar que tantos magistrados dignos, muchos de ellos eminentes, habrán sufrido los dolores de Hécuba, pero frenando su exteriorización porque eran jueces y esa dignidad imponía límites.

En especial, fue meritoria la prédica del fiscal de Cámara, quien insistía en frenar abusos que llegaban a ser burla del quehacer judicial. Señalaba en sus dictámenes que si bien la convocatoria de acreedores prevalece sobre el pedido de quiebra, ello se limita a la que fue opuesta a la demanda del acreedor, pero si cayera en desistimiento voluntario o forzoso el juicio de quiebra proseguiría sin que pudiera ser enervado por un nuevo intento del deudor. Esa solución, propuesta por el fiscal de Cámara en el caso “Sivak”, no fue aceptada por la Alzada (pero con una disidencia poco después triunfante: el voto del Dr. Casares). La Cámara reiteró “la necesidad de impedir que con sucesivos desistimientos y presentaciones un deudor se acuerde así mismo una moratoria y desvirtúe el procediendo preventivo de la quiebra”, lamentando que “el legislador no ha proveído a los jueces de medios capaces para hacer frente a actitudes semejantes”, y concluyó en que si bien el desistimiento de la convocatoria permite a los acreedores continuar o iniciar los trámites para conseguir la quiebra, “si no consiguen la declaración en el intervalo que mediare entre el desistimiento y una nueva presentación (…) debe admitirse la petición de convocatoria …”.

Fue el culmen de la resignación ante el abuso; pero ya dijimos que la Cámara exhibió un voto en disidencia, y poco después, en el caso “Cati”, se rectificó la orientación del Tribunal estableciéndose que si bien un pedido de quiebra es suspendido por la presentación en convocatoria del deudor, desistida esta convocatoria prosigue aquel juicio sin que una nueva presentación fuese oponible a su progreso.

El criterio prontamente se generalizó, y parecería que el Tribunal había recuperado su dignidad. Pero no duró mucho, pues los mercaderes de las convocatorias en serie recuperaron rápidamente el terreno, a saber, bastaba con pagar al acreedor molesto para volver a la época de la presentación-desistimiento-nueva convocatoria. Como se ve, el éxito del plenario “Cati” fue pronto neutralizado desinteresando al acreedor que había pedido la quiebra antes de la convocatoria que se le opuso, y que en su oportunidad iba a ser desistida para proseguir el consabido juego. Desaparecido aquel pedido de quiebra, la convocatoria que lo había enfrentado podía ser repetida, frenando como antes nuevos pedidos.

El Tribunal se vió precisado a empezar de nuevo, y se llegó al plenario “Vila” (3, II, 1965). Un deudor había solicitado convocatoria de acreedores, publicó los edictos y antes de la fecha establecida para la junta de acreedores desistió en un breve escrito, sin indicar razón alguna de su decisión. El juez rechazó el desistimiento sosteniendo que el juicio de convocatoria no es voluntario, sino contencioso; que los acreedores son parte, sustancial aunque no formal en el mismo; por tanto, de acuerdo con el principio de la bilateralidad del desistimiento no cabe admitirlo a sólo pedido del deudor. Apelada la resolución, la Cámara confirmó con apoyo en los siguientes fundamentos:

a) El abandono del juicio equivale a omitir la propuesta de concordato, omisión que apareja la quiebra del deudor;

b) El juicio de convocatoria no es voluntario una vez citados los acreedores;

c) El desistimiento del convocatario tiene efecto análogo al que establece la ley 14.237 tratándose de juicios típicamente contradictorios. Sin acuerdo con los interesados, el peticionario no puede luego privar de efecto a su demanda y volver las cosas al estado anterior;

  1. El juicio de convocatoria sólo puede terminar “con la homologación del concordato o

    con la declaración de quiebra”.

    El plenario “Vila” patentiza una voluntad definitiva de terminar con el abuso, sea con fundamentos, sea con sustitutos de circunstancia. Repárese en lo que surge del plenario: dos camaristas sostienen que la convocatoria de acreedores es un juicio contencioso. Dos camaristas sostienen que no. Tres camaristas omiten pronunciarse sobre el punto (faltan dos votos, por vacancia de un cargo y licencia de un camarista). Ello en cuanto al carácter “contencioso” del juicio. En orden al desistimiento, dos camaristas sostienen que no procede. Dos camaristas afirman que sí. Tres camaristas entienden que el desistimiento importa no proponer concordato ni concurrir a la junta. Con tal discutible mayoría (¿mayoría?) se consagró algo que no resultaba de las argüídas razones, a saber, que “el convocatario, una vez publicados los edictos, no tiene derecho a desistir voluntariamente de su pedido de acreedores”.

    Es un caso notorio en que el Tribunal adopta una decisión -en la especie, plausible-, y después arrima argumentos para que lo decidido resulte –o parezca- una sentencia. El plenario “Vila” es de 1965. A la sazón -desde 1963- Carrió ya había traducido, y explicado en diversos cursos, el libro de Alf Ross “Sobre el derecho y la justicia”, del cual -absit iniuria – trascribimos un pasaje: “El razonamiento hecho en los considerandos no es más que una racionalización de la parte dispositiva. En efecto –dicen- el juez toma su decisión parcialmente guiado por una intuición emocional y parcialmente sobre la base de consideraciones y propósitos prácticos. Por lo común esto no les será difícil: la variedad de las reglas, la falta de certeza de su interpretación y la posibilidad de hacer construcciones diversas sobre los temas en debate permitirán las más de las veces que el juez halle un ropaje jurídico plausible para revestir su decisión. La argumentación jurídica contenida en los considerandos no es más que una fachada dirigida a hacernos creer en la objetividad de la decisión” (p. 43).

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    La ley 19.551 optó por prohibir derechamente el desistimiento que nos ocupa y lo hizo con imponente denuedo: el acreedor que pida la quiebra “no puede desistir de su solicitud” (art. 94). Es sin duda reconfortante que la autoridad se pronuncie en forma tan clara e inequívoca: si todas las disposiciones legales lo fueran, se habrían terminado las dudas interpretativas. Pero ocurre que el explícito precepto nos impuso una incoercible retrospección hasta la experiencia vivida en nuestro primer arribo –a los doce años- a Buenos Aires. Lo expusimos en un trabajo publicado en el tomo 117 de esta revista bajo el título “EL QUE ESCUPE EN EL SUELO ES UN MAL EDUCADO”, título que explicamos en los términos que siguen: “proponemos al lector que imagine, décadas atrás, a un “payuca” de doce años recalando por primera vez en la estación ferroviaria “Once”, de su pueblito del Oeste al colegio nacional: esa altura de la vida, esa disposición abierta a toda impresión externa, ese reclamo biológico de incorporar mensajes, esa curiosidad, ese azoramiento, esa...

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