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plasmar reformas liberales que él había postergado. El gran monarca falleció inespe-
radamente en 1825, a la edad de 47 años.
Haciendo una evaluación retrospectiva del impacto internacional de Alejandro,
podemos apreciar que heredó de Pedro el Grande y Catalina una Rusia que poseía
ya un poderío militar y económico suciente para tentar la supremacía europea.
Personalmente, poseía una acentuada vocación de liderazgo internacional, inculcada
por su abuela, Catalina.
En pos de conseguir una verdadera posición hegemónica para Rusia, Alejandro logró
convertirse en abanderado de poderosas ideas reaccionarias, consustanciales al Estado
ruso y su evolución, las cuales generaron inicialmente una fuerte resonancia y empuje
internacional, pero que en el fondo iban contra la corriente intelectual y política
dominante de su siglo (de manera similar a la posición del liderazgo imperial de
España en el siglo XVII). Estas ideas eran: la preservación y aun la restitución de
imperios frente al nacionalismo; la defensa de la autocracia frente al liberalismo y
la democracia; y la exacerbación del componente religioso de la política, frente al
secularismo.
Hasta el reinado de Catalina, como hemos visto, en el terreno de las ideas, Rusia
había sido un dedicado consumidor de las doctrinas seculares de Occidente, las
cuales coexistían difícilmente con sus tradicionales convicciones religiosas, sin per-
mitirle aspirar a un rol de liderazgo en el plano político-intelectual en Europa.
En la coyuntura contrarrevolucionaria que le toca vivir a Alejandro, después de la
derrota de Napoleón, algunas de las ideas tradicionalmente más caras al Estado ruso
adquieren un poderoso atractivo para las fuerzas del statu quo en el continente.
En este momento, Alejandro encuentra un entendimiento con Metternich, que les
permite a ambos plasmar una ola de intervenciones contrarrevolucionarias mediante
la Santa Alianza. Pero Austria se distancia de Rusia, porque entran en fricción los
intereses imperiales de las dos potencias y porque las aspiraciones y capacidades aus-
triacas son distintas a las de Rusia y la limitan a buscar preservar el equilibrio de
poder europeo, el cual Rusia anhela trastocar a través del establecimiento de una
hegemonía arropada como unión de Estados.
Las políticas que Alejandro inspiró para Rusia y la Santa Alianza en el caso de las
Américas permiten apreciar la extraordinaria ambición y fuerza que tuvieron sus
designios hegemónicos.
Al nal, Gran Bretaña consigue prevalecer frente a Rusia y las demás potencias reac-
cionarias en el plano de la acción inspirada en ideas, a través de sus actitudes y
acciones frente al liberalismo y al nacionalismo. Desarrolla estas en un juego hábil,
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sirviéndose de intereses comunes con las potencias imperiales y a la vez siguiendo
pragmáticamente sus intereses nacionales (como la construcción de su propio impe-
rio), defendiendo ciertas grandes ideas políticas, inherentes a su propia evolución
como Estado (liberalismo, democracia, secularismo) y aceptando otras ideas (nacio-
nalismo) cuyo atractivo y potencial internacional sagazmente reconoce.
Estados Unidos se suma a Gran Bretaña para oponerse a los propósitos de interven-
ción en suelo americano de la Santa Alianza, particularmente receloso de los avances
de Rusia en Norteamérica.
Después de la caída del intento hegemónico de Alejandro, Rusia, sin embargo va
a mantener su predominio militar en Europa, el cual animó a Nicolás I a lanzarse
a realizar un gran intento de mejorar por la fuerza la posición rusa en la jerarquía
internacional, en la guerra de Crimea. Pese a la derrota en Crimea, Rusia será capaz
luego de sostener contra Gran Bretaña, un Gran Juego en el Asia Central, con tal
pujanza y habilidad militar y diplomática que pasará a ser vista, dentro de una inu-
yente doctrina geopolítica británica, como la principal potencia candidata a dominar
el mundo.
5. La guerra de Crimea
La guerra de Crimea fue consecuencia de un intento ruso de mejorar por la fuerza su
posición en el sistema mundial, treinta años después de su frustrada tentativa hege-
mónica de 1814-1825. Concretamente, Rusia buscaba acceso al mar Mediterráneo y
control sobre las provincias cristianas del imperio otomano.
Del lado de sus principales oponentes, Gran Bretaña actuó fundamentalmente por
un propósito de destruir, amparada en una alianza, el creciente poderío y avances de
la potencia que percibía como su mayor rival a nivel mundial. Francia, por su parte,
lo hizo por acercarse a Gran Bretaña, por un propósito de Napoleón III de fortalecer
su posición interna, y, sobre todo, por volver al primer nivel de las grandes potencias,
desplazando de este a Rusia.
Desde 1812, como hemos visto, Rusia era considerada la mayor potencia militar
de Europa. Su rol como «gendarme» del continente se mantuvo con la sucesión de
Alejandro I por Nicolás I (1825-1855), quien vio incrementado el respeto al poderío
ruso con su papel contra las revoluciones de 1848 en Hungría y Francia (Kennedy,
1987, p.172). En este momento, el ministro británico Palmerston armó: «solo Rusia
y Gran Bretaña, entre las grandes potencias, se pueden mantener erguidas (frente a
la marea revolucionaria)». El ejército ruso era considerado, dentro de Europa, tan
superior en tierra como lo era en el mar la armada británica (Kennedy, 1987, p.173).
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Conada en esta percepción, cuando Rusia encontró resistencia de Gran Bretaña
y Francia a sus avances en el imperio otomano, evaluó que tenía suciente poderío
militar como para lidiar con las dos potencias que se le enfrentaban (Kagarlitsky,
2008, p.192).
De manera particular, entre los intereses principales de la política exterior británica
se encontraba desde hacía más de medio siglo la defensa del declinante imperio oto-
mano de las pretensiones territoriales de Rusia, con el objeto de evitar que esta se
pudiera convertir en potencia dominante en el Cercano Oriente (otros intereses fun-
damentales de Londres eran: regular el equilibrio europeo de poder, mantener una
supremacía naval y comercial, y proteger las rutas marítimas de Gran Bretaña a la
India).
En 1853, el zar Nicolás I había realizado una propuesta secreta a Londres de dividirse
entre ambos el imperio otomano, «el hombre enfermo de Europa», donde Rusia
tomaría bajo su control las naciones cristianas del imperio y ocuparía Constantinopla.
Londres no aceptó la propuesta rusa (Hayes y Moon, 1940, p. 552).
En realidad, Gran Bretaña peleó en Crimea, al lado de Francia, más que para frenar a
Rusia, para reducir su poderío. Planeaba hacer retroceder a Rusia y quitarle la mayor
parte de los territorios que había ganado desde mediados del siglo XVIII en el mar
Negro y el Cáucaso, así como negarle un acceso irrestricto al Mediterráneo.
Francia, por su parte, que en población era la segunda entre las grandes potencias,
detrás de Rusia, había experimentado un resurgimiento de su poder bajo Napoleón
III. El monarca habría visto en la guerra contra Rusia la ocasión para que esta cayera
de su posición expectante entre las grandes potencias y su lugar pudiera ser ocupado
por Francia (Treitschke, 1963, p.291).
La razón inmediata de la guerra fue una disputa más bien trivial que no justicaba el
conicto. Se trató del rechazo de Turquía a la demanda del zar de asumir la protec-
ción de los cristianos en el Imperio otomano, en el mismo momento que a Francia le
hacía concesiones en este terreno. Como reacción, evidentemente exagerada, Rusia
ocupó las provincias de Moldova y Valaquia (Rumania). Turquía le declaró la guerra
y a continuación Rusia hundió la ota turca en el mar Negro (en el combate de
Sinope, 1853).
En este caso, la amenaza que Rusia planteaba al resto de Europa no era muy grande,
pero Gran Bretaña y Francia parecieron no entenderlo así. Respaldada por una fuerte
opinión pública, Gran Bretaña declaró la guerra en 1854 y al mismo tiempo lo hizo
Francia. Por otro lado, Austria y Prusia decepcionaron a Rusia decidiendo permane-
cer como neutrales.

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